sábado, 5 de mayo de 2018

XU LEE OH


XU LEE OH
El niño que quería volar

Tal vez por haber nacido en lo alto de las montañas Laz Khan, o tal vez porque su padre siempre lo llevaba en sus largos viajes bordeando acantilados… Quién sabe?
Lo cierto es que Xu no tenía miedo a las alturas. Todo lo  contrario. Amaba las alturas.
Solía jugar en el borde de los barrancos, treparse a las rocas, imaginarse que era un ave, y saltar.
Cuando era muy pequeño, su padre lo llevaba por caminos que recorrían las montañas, bordeando riscos, hasta inhóspitos y perdidos pueblitos donde atendía con su ancestral medicina.
 Xu iba absorto en la contemplación de los pájaros, las garzas, las cigüeñas,  las águilas.
En más de una ocasión su padre tuvo que sostenerlo porque se paraba en el borde de la carreta, ensimismado, haciendo equilibrio, a punto de caer.
Su madre solía rezongarlo, porque se hamacaba muy alto y  cuando la hamaca estaba en su punto  más alto, allá arriba, cuando parece que se detiene para volver a bajar, en ese preciso instante… Xu saltaba…
Le costaba siempre algún machucón, algún rasguño, o alguna torcedura. Y siempre, siempre,  siempre, un rezongo de su madre.
Fue su madre, quien tratando de aplacar sus ansias le regaló una mascota bien terrestre. Una tortuga, que recibió el nombre de Ma Lu. Pero no surtió efecto ninguno en el niño.
Ma Lu lo observaba entre asombrada y envidiosa. Porque, entre nosotros, ella también quería volar…
Una vez que cayó desde más alto que de costumbre, y  mientras se recuperaba de su esguince en el pie izquierdo, su abuelo Boh Boh le enseñó origami.
Xu se pasaba horas doblando papel, pero siempre, siempre, siempre, hacía grullas, garzas, pájaros de todos los colores y tamaños que el poco papel  que tenía le permitiera.
Ya de grande, cuando podía salir sólo, se escapaba hasta el Jardín Botánico de su pueblo y en un descuido de los cuidadores se trepaba en la copa de los árboles más altos del parque. Allí se pasaba horas, porque desde allí podía ver a las parejas de enamorados, a los viejitos con sus bastones, a las familias con sus niños. Y los pájaros, por supuesto. Pensaba en cómo sería sobrevolar el parque… Él permanecía allá arriba, como posado, como si esperara el momento oportuno para lanzarse a volar.
El tiempo fue pasando, y Xu fue creciendo.
Tuvo que tomar una decisión. Estudiaría artes marciales como su abuelo, y medicina tradicional, como su padre.  Y seguiría intentando volar…
Así fue como Xu Lee Oh llegó a ser un gran médico y un reconocido artista marcial.
 Fue próspero y exitoso.  Con la medicina de sus ancestros ayudaba a sanar por todos los rincones de su país. Viajaba hasta las zonas más alejadas para llevar alivio. De esa manera conoció la compasión, la humildad, y la generosidad. 
Con las artes marciales internas encontró la paz, la calma, la seguridad y el equilibrio.
Pero como si estuviera escrito en piedra, Xu Lee Oh siguió queriendo volar.
Siguió intentándolo, siguió buscando, siguió lo que él creía que era su camino.
Por supuesto que tuvo muchos golpes, muchas caídas, machucones… Pero él nunca, nunca, nunca, se dio por vencido…
Entrenó mucho y muy duro, fortaleció sus piernas y sus brazos con ejercicios extenuantes, aprendió técnicas de respiración para aumentar la capacidad de sus pulmones, corrió, saltó, trepó, y nadó. Siempre acompañado por su mascota, Ma Lu.
Hasta que en una montaña alejada, envuelta por las nubes, en un día helado,  se topó, en una curva del camino, con el ya anciano Maestro Zhú.
El anciano maestro hablaba poco, casi nada, pero luego de una larga charla Xu logró convencerlo. El Maestro dio su palabra. Iba a  introducirlo en el antiquísimo arte de volar.
-Lo primero que tienes que aprender-le dijo- es a tener paciencia. Desapégate de los resultados y disfruta del camino… Ya nos volveremos a encontrar…
Xu Lee Oh siguió al pie de la letra las enseñanzas de su maestro  Zhú,  y de Ma Lu, la tortuga sabia.
Aprendió el arte de la paciencia. Aprendió a tomárselo con calma. Aprendió a meditar, a ayunar, y a esperar. Pero nunca, nunca, nunca, dejó de soñar.
Aprendió la importancia de ser fiel a un sueño, aunque cueste caídas, torceduras, golpes y rezongos.
Hasta que un día, sin saber cómo ni cuándo, casi sin querer, casi sin darse cuenta, Xu Lee Oh, el niño que quería volar, finalmente voló.
Sólo se vio rodeado de nubes, sólo sintió el calor de sol,  su larga barba blanca al viento y el sonido  de sus ropas: flap… flap… flap…

J.E.P.L.     05/05/2018