Empecé a escribir desde muy chico. No recuerdo con claridad cuándo me aburrí de “ alas al sol”, “Mamá amasa la masa”, “una osa y sus ositos” y todas esas boludeces. Pero cuando quise acordar estaba en el suelo, con un hoja robada a un cuaderno de la escuela, escribiendo una canción en inglés.
Decía algo así como “come on baby, come on with me…”. Letras con un profundo significado metafórico, viniendo de un niño en edad escolar.
Lo cierto es que empecé a leer, empecé a escribir, y no paré más. Recuerdo con dolorosa nitidez el regalo que me hizo mi padre para mi cumpleaños número 10: un libro que era la colección completa de los cuentos de Hans Christian Andersen.
Y yo, como buen pichón de boludo, me enojé. Quería una pelota de fútbol. Nunca dejé de lamentar aquel berrinche infantil. Todavía me duele no haber abrazado a mi padre y decirle en el oído: Gracias Papá, acabas de abrirme las puertas.
Muchos años después de ese lamentable incidente, yo seguía leyendo y escribiendo. Y como estaba en la Escuela de Bellas Artes, armé un libro plagado de torturante tristeza, llanto, soledad e incomprensión.
Para ese entonces, yo escribía en una vieja Underwood. Pesada, oxidada y ruidosa. Volvía de emborracharme con mis amigos y continuaba haciéndolo sólo, en la cocina de mi casa. Tomaba whisky, lloraba y escribía.
Ese primer libro se llamó Soledades, y no pasó de ser una especie de revista fotocopiada en cuya carátula aparecía el primer plano de unas manos sosteniendo una reja. Así era mi ánimo por aquella época.
El tiempo pasó y de alguna manera la pasión por escribir fue dejada de lado por otras prioridades. Pero quedó guardada en un cajón, a la espera de tiempos más propicios.
Ese momento llegó muchísimos años después cuando en diciembre de 2014, armé lo que a la postre fue mi segundo libro: SIC (Soledades, Instrascendencias, Crónicas).
Había dejado de quejarme de mi soledad y había empezado a coquetear con el género de las crónicas. Me encantaba contar cosas que de verdad me pasaban en mis consuetudinarios paseos dominicales por Tristán Narvaja, o mis esporádicos por el Barrio de los Judíos. Un viaje a mi pueblo natal se mezcla en el libro con homenajes a mi padre y a mi madre, el dolor de sus partidas, y algunos poemas.
La portada de SIC mostraba un árbol de la vida, hecho por mi madre. Otro pequeño homenaje.
El tiempo, como no podía ser de otra manera, siguió su inexorable curso. Y un buen día me encontré jubilado, viviendo en un balneario solitario, construyendo una casa de barro junto a mi esposa, y escribiendo micro relatos de hasta 750 caracteres para un concurso semanal en una red social.
Resultó ser que mis pequeños relatos empezaron a gustar, a ganar esos mini concursos semanales, y a ser leídos por personas que no me conocen personalmente, que no me aprecian, que no conocieron a mis padres, en fin, lectores anónimos casi.
Así que decidí juntar algunos de esos micros, con algún otro material de otras características, y armar mi tercer libro: Dios existe, y otros cuentos.
Luego vinieron, en 2025, la publicación de una anécdota en Orsai Sonoro, y la experiencia de una publicación colectiva de Editorial Orsai
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