Eran la pareja ideal: él invisible y ella perfecta.
Iban así por la vida. Hasta se sentían cómodos y felices.
Ella haciendo invisibles sus imperfecciones.
Él haciendo visible su perfección.
Así se amaron, rieron, compartieron, viajaron y soñaron.
Y hasta fueron creciendo.
Él cada vez más invisible.
Ella cada vez más perfecta.
Hasta que un día, casi sin querer, algo pasó.
Fue en una calle perdida, en un pueblo perdido, en uno de
sus paseos.
Les llamó la atención el cartel: Casa de los espejos
-Qué divertido!!!Vamos!!
Dijo ella
-Dale. Vamos… Dijo él
Había espejos de todo tipo y tamaño. Algunos para verse más
gordos, otros para verse más flacos, otros para verse más altos, o más
bajos…
A ellos les llamó la atención uno en especial.
En un rincón, viejo y sucio, con el marco de madera descascarada,
había un espejo…
Hacía él fueron, entre desconcertados y curiosos, y lo que
vieron cambiaría sus vidas para siempre…
Ella asustada, vio que no era tan perfecta. Vio que tenía
miedos, angustias, sombras y tristezas. Que arrastraba consigo pedacitos de
pasado...
Él, angustiado, vio que no era tan invisible. Tenía luces,
tenía sombras, tenía dudas y certezas, tenía ganas, tenía vida vivida y por
vivir. Tal vez nunca se había mirado
bien…
Él la miró, emocionado, para confesarle que en realidad no
era invisible. Y descubrió que ella lo miraba, llorando, para confesarle que en
realidad no era perfecta.
Se abrazaron como por primera vez.
Dispuestos a mirarse, ahora sí enteros, imperfectos,
visibles.
Ella entendió que no era malo ser imperfecta. Él entendió
que no era bueno ser invisible.
Se tomaron de la mano y salieron juntos, bien visibles, bien
imperfectos…