EL FLACO JUAN
Juan no era solamente Juan, no. Era conocido en el pueblo como el Flaco Juan.
Querido por todos, se le veía pasar de aquí para allá en su bicicleta inglesa, con frenos de varilla y asiento de cuero. Una belleza de bicicleta.
Juan recorría el pueblo el día entero. Iba de la panadería al lavadero, de la fábrica de pastas al correo, de la verdulería a la farmacia, de la florería al almacén. A veces se daba una vuelta por el camping, al lado del arroyo. Se quedaba un rato mirando el agua y volvía a pedalear. Era lo suyo. Siempre con una sonrisa en la cara, siempre contento, pedaleando abrigado en invierno y transpirando en verano.
Tan feliz se le veía que un buen día Doña Carmen, la esposa de Don Antonio, el almacenero, le hizo una tentadora propuesta:
-Don Flaco-le dijo-Sabe que tenía una idea para contarle, a ver qué le parece. Ya que a usted le gusta tanto andar pa arriba y pa abajo en la bicicleta ¿por qué no aprovecha y se hace algún peso haciendo mandados?
-Ah! ¡Es buena esa! -reflexionó el Flaco Juan
Y así mismo fue. El Flaco empezó a ser el mandadero del pueblo. Le llevaba la ropa a lavar a Doña Tomasa, y después de lavada y planchada la entregaba a domicilio. Iba hasta el arroyo a levantar el pescado recién traído y se lo llevaba a Don Antonio, el del carrito. Y así se fue haciendo varios clientes, y las propinas se fueron acumulando en una lata de galletas. El Flaco Juan no tenía vicios, así que no era de gastar mucho tampoco.
Eso sí, lo que al Flaco Juan lo tenía loco era la Hondita 50 del maestro. La relojeaba todos los días, cada vez que pasaba por la puerta de la escuela. ¡Divina estaba! Inmaculada la tenía el maestro. El Flaco Juan penaba, porque al maestro le faltaba poco para jubilarse y decían que se iba a ir del pueblo. Iba a extrañar esa nave el Flaco.
Hasta que un día que el Flaco estaba mirándola, casi animándose a acariciarla, admirando el tapizado, las ruedas relucientes, sale el maestro a fumar un cigarro a la puerta.
-Cómo le va Don Juan? ¿Le gusta la máquina?
-Está divina, maestro. Se ve que usted la cuida, mismo.
-Se la vendo- dejó caer de golpe el maestro
El Flaco Juan casi se cae de espaldas. ¡¡La Hondita del maestro!! ¡¡Para él!! ¡Claro que la quería!
Allá salió metiendo pata en la bicicleta, rumbo al rancho. Bajó la lata de galletas de arriba del ropero, contó las monedas una a una, haciendo montoncitos, y le sumó los pocos billetes que también alguien mano abierta le había dado. Llegó a doscientos cincuenta y tres nuevos pesos.
Esa semana metió mandados a lo loco, para llegar por lo menos a los trescientos. No llegó, pero igual se animó a ofrecerle al maestro el contenido completo de la lata, con lata y todo.
El hombre aceptó, hicieron negocio, y Juan, el Flaco Juan salió a darse dique por el pueblo, contentazo.
La bicicleta, que no se había animado a vender porque era un recuerdo de su padre, quedó olvidada en el galpón. Más nunca la agarró.
Al poco tiempo cerró el negocio de mandadero, y se dedicó a llevar gente desde la terminal hasta donde fuera necesario. Se instaló en la otra vereda, frente a la terminal, con un cartel blanco con letras rojas: EL GORDO JUAN- TRASLADOS