LAS CALLES DE MI BARRIO
JULIO PERERA LÓPEZ
Las calles de mi barrio
son como aquellas calles de mi infancia: de tierra, polvorientas, bordeadas de
eucaliptus y con las cunetas llenas de ranas, que se lamentan en las noches de
verano. Los autos levantan una polvareda espesa y las viejas tosen y protestan,
como en mi infancia.
Son como esas calles de
balneario en verano, cuando las chicharras aturden con su canto a la hora de la
siesta; aquella hora en que los grandes duermen y los niños tienen prohibido
hacer ruido. Por eso a veces nos escapábamos y nos íbamos al monte, a cazar
loras, o a fabricar una casita en el árbol. ¨Pero eran cosas prohibidas, porque
la hora de la siesta es la hora de leer novelas de cowboys, o cuentos
infantiles de Hans Christian Andersen. Que ya habrá hora de vivir vidas de
adultos, con sus siestas y sus cosas de grandes.
Las calles de mi barrio
son silenciosas, con algún perro suelto que ladra aburrido, por costumbre.
Alcanza con estirar la mano y se acercan moviendo la cola, mendigando un mimo,
una caricia, un hueso. No son peligrosos, pero ellos no lo saben.
Pasan niños con pelotas,
rumbo a la playa, seguidos por abuelos con sillas y sombrillas, y abuelas con
canastas con algo para la merienda. Porque los niños se aburren, y algo hay que
darles de comer.
A veces pasa alguna
pareja, con algún cochecito. Y a veces, también, algún ruidoso camión
levantando polvareda. Y ahora soy yo el que se queja, porque la tierra se mete
en los ojos, en los vidrios, en el alma. Y me hace lagrimear, y no sé si lloro
por la tierra, o por el alma.
Porque, qué lindas eran
las calles de mi infancia, que se parecen a éstas, pero no lo son. Estas son
las calles de mi yo de ahora, que ya no es niño, ni lee novelas, ni trepa a los
árboles a la hora de la siesta.
En verano los locales no
vamos a la playa, invadida por niños escandalosos, adolescentes en grupos
ruidosos, parejas de veteranos caminando por la orilla del agua.
Los de acá vamos después
a la playa, cuando acaban las vacaciones y la invasión de turistas da paso al
plácido otoño con su tímido sol. Ahí sí, los que nos sentimos dueños de la
sensación de vivir cerca del agua, podemos dar rienda suelta a nuestra manía de
mirarla callados, pensando en cosas importantes, de grandes.
Y todos los años vuelve
el invierno a mi barrio, sin faltar ni siquiera una vez. Se instala como de
bandido, sin avisar, de a poquito, como para que no nos demos cuenta.
Los árboles van perdiendo
sus hojas, los veraneantes empiezan a ser visitantes de fin de semana, ya no se
ven sillas de playa en las puertas, en los jardines... y de a poquito, como
quien no quiere la cosa, se empiezan a ver los humos de las chimeneas subiendo
serpenteantes al cielo. Y uno empieza a imaginar las estufas con los sillones
al lado, los hongos asándose despacio, la calderita tropera con el agua para el
mate, las tortafritas de la abuela.
Las conversaciones a
veces, los silencios en otras, las soledades, las lecturas, la época de mirar
para adentro.
Sólo de vez en cuando
pasa algún vecino en bicicleta, tapado hasta la cabeza, volviendo de los
obligados mandados al almacén más cercano. Ya ni los perros ladran, sino que
duermen frente a la estufa, soñando con jugosos churrascos.
Y algunos miramos por la
ventana, viendo caer el agua por los bordes del techo de chapa, y por el borde de
los ojos, escuchando la lluvia, imaginando que lindo sería que siempre, siempre
fuera verano. Y que siempre, siempre, uno pudiera seguir caminando, juntando
piedritas, por las calles de su infancia.