sábado, 22 de febrero de 2025

LAS CALLES DE MI BARRIO

LAS CALLES DE MI BARRIO

                                                                          JULIO PERERA LÓPEZ

 

Las calles de mi barrio son como aquellas calles de mi infancia: de tierra, polvorientas, bordeadas de eucaliptus y con las cunetas llenas de ranas, que se lamentan en las noches de verano. Los autos levantan una polvareda espesa y las viejas tosen y protestan, como en mi infancia. 

Son como esas calles de balneario en verano, cuando las chicharras aturden con su canto a la hora de la siesta; aquella hora en que los grandes duermen y los niños tienen prohibido hacer ruido. Por eso a veces nos escapábamos y nos íbamos al monte, a cazar loras, o a fabricar una casita en el árbol. ¨Pero eran cosas prohibidas, porque la hora de la siesta es la hora de leer novelas de cowboys, o cuentos infantiles de Hans Christian Andersen. Que ya habrá hora de vivir vidas de adultos, con sus siestas y sus cosas de grandes.

Las calles de mi barrio son silenciosas, con algún perro suelto que ladra aburrido, por costumbre. Alcanza con estirar la mano y se acercan moviendo la cola, mendigando un mimo, una caricia, un hueso. No son peligrosos, pero ellos no lo saben.

Pasan niños con pelotas, rumbo a la playa, seguidos por abuelos con sillas y sombrillas, y abuelas con canastas con algo para la merienda. Porque los niños se aburren, y algo hay que darles de comer.

A veces pasa alguna pareja, con algún cochecito. Y a veces, también, algún ruidoso camión levantando polvareda. Y ahora soy yo el que se queja, porque la tierra se mete en los ojos, en los vidrios, en el alma. Y me hace lagrimear, y no sé si lloro por la tierra, o por el alma.

Porque, qué lindas eran las calles de mi infancia, que se parecen a éstas, pero no lo son. Estas son las calles de mi yo de ahora, que ya no es niño, ni lee novelas, ni trepa a los árboles a la hora de la siesta.

En verano los locales no vamos a la playa, invadida por niños escandalosos, adolescentes en grupos ruidosos, parejas de veteranos caminando por la orilla del agua.

Los de acá vamos después a la playa, cuando acaban las vacaciones y la invasión de turistas da paso al plácido otoño con su tímido sol. Ahí sí, los que nos sentimos dueños de la sensación de vivir cerca del agua, podemos dar rienda suelta a nuestra manía de mirarla callados, pensando en cosas importantes, de grandes.

Y todos los años vuelve el invierno a mi barrio, sin faltar ni siquiera una vez. Se instala como de bandido, sin avisar, de a poquito, como para que no nos demos cuenta.

Los árboles van perdiendo sus hojas, los veraneantes empiezan a ser visitantes de fin de semana, ya no se ven sillas de playa en las puertas, en los jardines... y de a poquito, como quien no quiere la cosa, se empiezan a ver los humos de las chimeneas subiendo serpenteantes al cielo. Y uno empieza a imaginar las estufas con los sillones al lado, los hongos asándose despacio, la calderita tropera con el agua para el mate, las tortafritas de la abuela.

Las conversaciones a veces, los silencios en otras, las soledades, las lecturas, la época de mirar para adentro. 

Sólo de vez en cuando pasa algún vecino en bicicleta, tapado hasta la cabeza, volviendo de los obligados mandados al almacén más cercano. Ya ni los perros ladran, sino que duermen frente a la estufa, soñando con jugosos churrascos.

Y algunos miramos por la ventana, viendo caer el agua por los bordes del techo de chapa, y por el borde de los ojos, escuchando la lluvia, imaginando que lindo sería que siempre, siempre fuera verano. Y que siempre, siempre, uno pudiera seguir caminando, juntando piedritas, por las calles de su infancia. 

 


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