HORROR
Estuvo un rato largo en silencio, buscando la palabra justa.
Pero antes, cuando recién venía llegando al rancho, estuvo buscando en sus recuerdos otras cosas: su gente, sus afectos, y hasta a su cuzco, que también extrañaba.
Había pasado mucho tiempo, eso sí. Cuando vinieron a buscarlo recién arrancaba 1903, y ya había relajo con el gobierno nuevo. El General andaba buscando gente y caballada, y cuando se descuidó ya habían venido por él. Apenas le dio pa despedirse de su mujer y darle un beso en la cabeza al gurí que jugaba en el patio. De eso hacía mucho, o eso le pareció a él.
Mucha agua había corrido desde entonces. Acampadas a orilla de los arroyos, varios encontronazos con las tropas del gobierno, hambre, y cansancio. Tenía varios degollados en su haber, que no le pesaban tanto. Uno se acostumbra a todo en campaña. Muerte, mucha muerte habían visto sus ojos cansados. Hasta la propia muerte del General, allá por Masoller.
Ahí fue que se dispersó la gauchada. Cada uno pa su pago, y a otra cosa. Habían pasado casi dos años, calculó. Y no era de errarle mucho. Era fino pa calcular. Le erraba poco.
Eso sí, nunca hubiera podido calcular la escena que se iba a encontrar a su regreso. Por más que muchas noches se acordaba de su rancho, su mujer y su cría, ese recuerdo estaba congelado en el tiempo. Los recordaba como eran aquella tardecita de enero, cuando ella entraba la ropa y el gurí jugaba en el patio. Como si aquella escena hubiera sido pintada, y no real.
Pero la realidad que lo esperaba era otra muy distinta. Del rancho quedaban el horcón del medio, el de la cocina, y la pared del fondo, donde supo estar la cocina a leña. Había, al costado, un montón de terrones y unos palos a medio quemar, donde antes estaba el otro rancho, el de dormir.
El gallinero medio en pie, pero desvencijado, torcido. La cachimba, con sólo el brocal de piedra a medio derrumbar, le sirvió al hombre para descargar en ella toda la furia, todo el dolor, cuando divisó allá al fondo atrás de la huerta, dos montones de piedra con dos cruces de madera.
Sucio, cansado y lastimado, volvió hasta donde pastaba el tubiano. Desensilló, le pegó una palmada al compañero de tantas horas, y volvió sobre sus pasos con el lazo en la mano.
Fue hasta donde terminaba el monte de eucaliptus, donde empezaba la pampa infinita.
-Carajo! ¡Tanta muerte por esto! -pensó.
Su soledad se perdió en la inmensidad, donde un caballo viejo y flaco masticaba el pasto reseco.
Miró el viejo ombú, grave, enorme, solitario. Una pareja de cuervos, que parecía presentir el desenlace, esperaba paciente. El tiempo nunca fue problema en aquella inmensidad.
Miró por última vez el miserable hilo de agua que alguna vez fue escenario de pescas con su gurí. Ahí mojarreaba despacio, pitando, mientras el mocoso tiraba piedritas. Parecía que había sido hace tanto tiempo…
Revoleó el lazo, hizo un nudo corredizo, se trepó a un pedazo de tronco, se ajustó perfectamente el lazo en el pescuezo, y fue justo antes que se apagara aquella luminosidad crepuscular cuando se acordó de la palabra que venía buscando.
-Qué horror al pedo! -murmuró. Y pateó el tronco seco.