Felipe tenía 13 años cuando hizo su primer viaje, lo cual no es mucho ni poco. Era la edad justa para él. Las cosas suelen suceder a la edad justa en que tienen que suceder.
Es cierto que no era la primera vez que salía de su casa, pero era la primera vez que lo hacía tan sólo. El matrimonio de sus padres estaba en crisis, y su padre se había ido algo lejos, sólo, a un rancho en la costa.
Por alguna razón que Feli desconocía, tal vez porque le gustaba estar con su padre, pese a las mutuas dificultades de comunicación, o porque era el momento justo de hacerlo, o porque la vida a veces te pasa por arriba, te revuelca como una ola y te deposita en otro lado, apareció allá lejos, en el rancho de su padre, una fría tarde de otoño. Era su primer viaje sólo.
No se puede decir que tenía miedo. Bueno, sí, un poco. Él no era precisamente un niño valiente. Más bien, como todo preadolescente, era tímido y retraído, con algunos miedos, y no muy acostumbrado a que su padre lo dejara sólo y se fuera lejos.
Pero allá fue, con instrucciones más o menos precisas de dónde bajarse del bus: en el medio de la nada, pasando la carpintería de Mario, donde está el almacén. Ahí lo esperaría su padre.
Subió al ómnibus y se sentó del lado de la ventanilla, en uno de los asientos de adelante, cerca del chofer. Tenía miedo de pasarse, de dormirse, de no saber dónde bajarse, de perderse.
El trayecto era bastante largo, así que no logró resistir el sueño y se durmió un rato. Cuando despertó, faltaba poco para llegar. O eso le dijo el chofer. No tenía más remedio que confiar, así que se bajó donde le indicaron. Vio alejarse el ómnibus, se sentó al borde de la carretera y esperó. Hacía frio y estaba sólo.
Al rato apareció su padre. Se había demorado preparando todo para la mañana siguiente, para hacer un paseo que prometía ser una aventura extraordinaria, de esas que Feli soñaba con vivir algún día. Su vida no era demasiado excitante, así que le encantó la idea del paseo sorpresa.
El día siguiente empezó temprano. Apenas clareaba cuando su padre lo despertó con todo pronto. Desayunó medio dormido, viendo cómo su padre cargaba el kayak, los remos, los chalecos salvavidas, el ancla, la ropa de abrigo bien resguardada en bolsas de nylon dentro de una tarrina, algo de comida, y cuerdas de repuesto.
Se acomodó en el asiento de atrás de la camioneta, y aprovechó para dormir otro ratito mientras llegaban al punto de partida: la naciente de un arroyo, cerca del puente grande. Allí los esperaban otros compañeros de viaje, que él no conocía. Había canoas, otros kayaks, gente, y hasta un perrito pekinés que enseguida empezó a hacerle fiestas.
Con ayuda de su padre subió al kayak y se sentó en el asiento de adelante, pronto para aprender a remar. Su padre le dio todas las indicaciones, y le dijo que estuviera tranquilo, que siempre, siempre, iba a estar atrás suyo, cuidándolo. Pero, eso sí, él debía remar. Era su responsabilidad avanzar y decidir el rumbo.
Como era su primer viaje en kayak, empezó con un poco de miedo. No sabía remar muy bien, se sacudía de un lado a otro, se acercaba demasiado a la orilla, se cansaba. Pero cada vez que se daba vuelta y miraba, ahí estaba su padre sentado en el asiento de atrás, no remando, sólo mirándolo y dejando que se equivoque. Eso lo tranquilizaba.
Las horas fueron pasando, mientras el arroyo atravesaba campos, bañados y pajonales. Muy cerca del momento en que estaba por rendirse, llegó el momento de parar un rato, descansar un poco, comer algo y jugar otro ratito con el perro. Pero aún faltaba lo mejor.
El arroyo desembocaba en una inmensa laguna, junto al mar. La fuerte corriente del océano entraba en la laguna, formando grandes olas que amenazaban con dar vuelta las canoas, inundar los kayaks y mandar al agua a más de uno.
Había que acercarse a la orilla derecha, del lado del pajonal, remando con fuerza y sin miedo. Así le dijo su padre, mientras remaban ambos con todas sus fuerzas. Se había puesto difícil, la corriente metía miedo, pero darse por vencidos no era una opción. Iban a lograrlo juntos.
Pasó un largo rato hasta que pudieron, bordeando el pajonal, llegar a una pequeña bahía rodeada de sauces llorones. Hubo que dejar de remar y en su lugar usar los remos como palanca, apoyándolos en el fondo barroso. Pero finalmente lo habían hecho. Sólo faltaba cargar el kayak y caminar los cien metros que los separaban del camino vecinal en donde los iban a ir a buscar.
Habían pasado varias horas, y habían remado más de dieciocho kilómetros desde la naciente del arroyo hasta casi llegar a la desembocadura en el océano. Y había sido una jornada intensa. Feli estaba cansado y feliz. Ya no tenía miedo. Ya había completado su primera travesía.
Un par de días después volvió, otra vez sólo, a la capital. Su padre lo despidió con una abrazo fuerte, y el pecho lleno de orgullo. Él volvió a su rutina, al liceo, a la vida conocida. Pero ya no sería el mismo después de haber vivido aquella aventura.
Vendrían otras, por supuesto. Otros peligros, otras olas que lo iban a amenazar, otras corrientes más grandes y peligrosas, otras orillas de las que debería alejarse, y algunas a las que debería acercarse a descansar y estar seguro.
Lo esperaban otras aventuras en las que su padre no iba a poder acompañarlo.
Aunque, de algún modo, él sabía que lo estaría mirando desde el asiento de atrás.