jueves, 23 de junio de 2022

EL OLOR DEL BARRO



Era temporada de caza, y yo estaba en el monte. 
De noche. Sólo. 
Estaba profundamente dormido, cuando me despertó repentinamente el olor a chancho. Intenso, penetrante, invadiéndolo todo. 
Salí de la carpa en cuatro patas, en la oscuridad de la noche. 
Arranqué derecho para el pajonal, guiado por una extraña sensación que no supe explicar. 
No había luna, así que eso no era. No se veía nada. Pero yo sabía dónde iba. Rumbo al pajonal, al barro, al otro lado del monte. 
Atravesé un pedacito de pradera, donde por allá alcancé a ver una familia de mulitas pastando. Esquivé espinas de tala y coronilla a duras penas; pasando por un trillo angosto entre el monte sucio, por abajo de los canelones y los gajos de arrayán. 
El olor del barro, allá a lo lejos, me llamaba. Me pregunté por qué carajo sentía esa necesidad, y no encontré la respuesta. Sólo una acuciante llamada de algún lugar en la espesura de esa noche oscura. 
Es difícil guiarse en el monte, sobre todo cuando no hay luna. Todas las picadas son iguales, hay espinas por todos lados, calor, mosquitos, troncos podridos. Nada de eso me detuvo. Guiado como por un extraño hilo invisible, yo seguí avanzando. 
Estaba a punto de llegar, el pajonal y el barro ya estaban ahí, ya podía sentirlos, cuando un dolor punzante, insoportable, me quemó de repente. Asustado, dolorido y bañado en sangre alcancé a ver, antes de desmayarme, dos brutos perros cimarrones aferrados a mis patas traseras.
 Después, nada.

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