viernes, 31 de marzo de 2023

EL DON DE LA PALABRA

 



Mi bisabuelo era originario de un pueblito perdido de Italia; Ceraso, en la provincia de Salerno.

A mi me encantaba escuchar sus historias en su media lengua atravesada. Se había venido adolescente, y se había negado a hablar español como la gente. Él era tano, decía.

La historia que más me gustaba, y se la pedía cada vez que lo veía, era la del “Viejo de la Palabra”.

Contaba mi bisabuelo que en su pueblo había un viejo del que poco se sabía, y del que mucho se decía. Que había estado en la guerra, que había estado preso, que había tenido líos de polleras con un agente de policía, y mil cosas más. Pero nadie sabía nada de él.

Lo cierto es que el viejo tenía un don: el don de la palabra. Curaba con la palabra, así en singular. Con una sola palabra.

Cuando el viejo se instaló en el pueblo aún no era viejo, pero ya era un personaje intrigante y misterioso. Puso un pequeño consultorio en las afueras del pueblo y se dedicó a sanar a quienes allí se acercaban. El consultorio era una pequeña pieza de bloques, con una mesa y dos sillas. Nada más. Dicen que el hombre se sentaba con los ojos cerrados, ponía dos dedos en la frente del consultante y decía una sola palabra. Nada más.

Acudían a él rengos, inválidos, sordos, ciegos, jorobados, jóvenes despechados, mujeres traicionadas, y sufrientes de todo tipo y color.

Y dicen que il Vecchio della parola siempre hacía lo mismo. Con los ojos cerrados, y con voz fuerte y clara, les decía una sola palabra: ¡Camina! ¡Enderézate! ¡Oye! ¡Ve! ¡Olvídala! ¡Déjalo!

Y la gente del pueblo salía feliz, los paralíticos caminaban, los sordos oían, los jóvenes olvidaban a sus amores truncos, y las mujeres abandonaban para siempre a sus maridos infieles.

La fama del viejo trascendió las fronteras del pueblo y más temprano que tarde llegó a oídos del comisario del pueblo vecino. Un veterano policía con fama de pendenciero, traidor, alcahuete de los superiores y abusivo con sus subalternos. También se decía que le había robado la mujer a uno de ellos, en circunstancias que nunca fueron aclaradas.

La cuestión es que, contaba mi bisabuelo, un buen día llegó el comisario al ranchito del viejo. Precedido de un par de agentes que disolvieron a palos la cola que siempre había en la puerta, el comisario llegó pisando fuerte y se sentó frente al viejo.

-Vengo a que me cure, viejo. Hace días que no puedo dormir. Tengo pesadillas espantosas en las que se me aparecen los presos que metí por gusto, los que desplumé haciendo trampas en las timbas, hasta los perros que maté sólo para poder entrar a casa ajena de noche. Se me aparecen de noche, me persiguen, no me dejan dormir. Así que trate de curarme. ¿Oyó?

Y decía siempre mi bisabuelo, y le brillaban los ojos cuando lo hacía, que esa fue la única vez que el viejo de la palabra hizo algo distinto. En realidad, hizo dos cosas distintas.

Abrió los ojos, le puso dos dedos en la frente al aterrorizado comisario, se le acercó al oído, y le dijo en un susurro: - Jodete…

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