domingo, 6 de abril de 2025

MI SUPERHEROE FAVORITO

 Cuando yo era chico, mi padre me había llevado a ver la película del Hombre Araña al Cine Casablanca, y recuerdo venir todo el camino de regreso a casa tirando telas de araña y preguntándole a papá cómo era eso de que una araña radioactiva podía cambiar tu ADN.

Pero esta historia empieza antes, mucho antes.

La casa en la que nací, en un pueblo del interior del Uruguay, era muy grande. Tenía un patio con aljibe,  y varios dormitorios, uno de los cuales funcionaba como consultorio de mi padre, que era ginecólogo.

 Mi familia pasó, dicen, la mejor parte de su rica historia en ese pueblo. Pero yo no me acuerdo de nada. Todo lo que cuento viene de escuchar a mis padres, y a mis hermanos. Parece que éramos bastante felices por esos tiempos.

Pero como todo cambia, y la vida es movimiento, nos fuimos a la capital. Mis hermanos y hermanas mayores tenían que estudiar, y a mi padre le habían ofrecido un importante cargo en la salud. Que nunca apareció, por cierto.

Llegamos en diciembre directo a la casa de mi abuelo paterno, en el barrio de Punta Carretas. En ese entonces era un barrio tranquilo, como tantos. Jugábamos a la pelota en la calle, gritando cada vez que pasaba un auto para tener cuidado. Los vecinos sacaban sus sillas plegables a la vereda, en las noches de calor, y siempre se arrimaba alguno a ponerse al tanto de las últimas novedades del barrio.

A mí me gustaba ver a mi padre sacar su silla a la vereda. Salía a tomar mate, o sacaba una mesita plegable con una picada de queso, fiambre, aceitunas, y castañas de cajú, que le encantaban.

Yo aprovechaba para sacar la bicicleta, o la pelota, y quedarme ahí en la vuelta, cerca de él. 

La casa de Punta Carretas era enorme también. Tenía tres dormitorios en hilera, un living comedor, un baño, una cocina, un patio con una parra, y al fondo otro dormitorio donde dormían mis hermanos mayores. El primer dormitorio, que daba a la calle, era el de mi abuelo Ruben.

El patio del fondo tenía una pared lindera, un muro angostito, del ancho de un ladrillo, por el que me gustaba caminar haciendo equilibrio y pasar para la azotea de los cuartos de adelante. Era peligroso. Por eso me gustaba. Saltaba de un muro a otro, con cuidado de no pisar las chapas. Me movía sigiloso y ágil, como el Hombre Araña. 

Y a la derecha de los dormitorios, pegado a la casa de Blanca, la vecina, había un pasillo. Era muy angosto, muy largo, y sobre todas las cosas, muy pero muy alto. Y allá arriba había un tragaluz, con unos vidrios que lo iluminaban.

Yo era chico, flaco y largo. Liviano. Tenía todas las condiciones. Entonces apoyaba los pies contra una pared, la espalda contra la pared de enfrente, e iba avanzando de a poquito. Un pasito, acomodaba la espalda. Otro pasito, y subía la espalda un poco más. Y así, de a poquito, cuando quería acordar estaba allá arriba, con la espalda apoyada en una pared, los pies en la otra, la cabeza tocando el vidrio de la claraboya, y mirando el mundo desde seis  metros de altura. Y ahí me quedaba. Ratos largos me quedaba. 

Por allá abajo pasaba la vida de los otros. Mis hermanas yendo y  viniendo del liceo, mis hermanos mayores rumbo a su fortaleza del cuarto del fondo, mi madre rezongando o atareada con las cosas de la casa, mi abuelo con su andar cansado, las conversaciones de la calle, doña Esther lavando los pisos, todo pasaba por allá abajo. Esperaba, sobre todo, ver a mi padre llegando de trabajar cansado de traer niños a este mundo. Llegaba cansado, arrastrando los pies, callado como una sombra, pensando en quién sabe qué. Y yo allá arriba, en silencio. Sólo mirando, de lejos, sin involucrarme. Horas pasaba, o eso me parecía a mí.

Cuando me empezaban a temblar las piernas, o se me empezaban a dormir por el esfuerzo, bajaba despacio. Todo estaba bajo control. Nadie más podía subir a mi escondite secreto. 

Mi vieja, rezongando, me decía que me bajara.

-Que no te vaya a ver tu padre!! decía.

Yo no le hacía caso, y trepaba igual.

Hasta que un día mi viejo llegó de trabajar, miró para arriba y me vio...

Todo pasó rapidísimo. Él me hizo así con los dedos y me tiró un rayo laser. Yo lo esquivé, le hice así con las dos manos y le tiré una telaraña. Pero le erré, y él se alejó sonriendo. Me di cuenta que iba a tener que seguir practicando

Y juro, hasta hoy, que si hubiera practicado un poco más, hubiera logrado ser como él.

Como el Hombre Araña no, como mi viejo. 

Él sí que tenía superpoderes.

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