DIOS EXISTE
A mí nunca me gustó mucho el fútbol, vamos a aclararlo.
Bueno, me gustaba sí. Un poco. Por supuesto que jugaba a la pelota, que es parecido al fútbol, en la calle. Con los gurises. A mí me gustaba ser defensa, arruinarle el pique al puntero, saltar y cabecear antes que le llegara al goleador de ellos, sacarla de punta y para arriba. Y si era necesario, pasaba la pelota, pero el jugador no. Eso era ley.
Había que avisar cuando pasaba gente, para tener cuidado. ¡¡Y sobre todo cuando venía el 405!! Ahí hasta había que sacar las piedras que formaban el arco.
Pero eso no era fútbol. Eso era jugar a la pelota en la calle, donde si te caías dejabas un pedazo de rodilla.
El fútbol de verdad se juega en canchas que tienen pasto, y arcos de verdad, y redes, y todo.
A una cancha de esas fui a parar, siendo poco más que adolescente, allá por los años ochenta y pico.
Un club de barrio, muy pobre, en la periferia de Montevideo. Huracán Buceo tenía una canchita a la que le habían puesto el grandilocuente nombre de Parque Huracán.
Tuve el placer de ir a un par de prácticas a probarme como defensa. Lateral izquierdo, más precisamente. Me gustaba salir jugando, asistir al puntero, cambiar de frente, ser más libre que siendo zaguero.
Mientras tanto existía también el fútbol espectáculo, el fútbol negocio. Ese no me gustaba. Nunca me gustó.
Salvo que jugara Uruguay. Ahí la cosa cambiaba. La Celeste, así con mayúscula, es otra cosa. Cuando juega la selección, se justifican las faltas al liceo, las llegadas tarde al laburo, los madrugones, las trasnochadas, lo que sea.
Así fue siempre, y así fue en España en el 82 y en México 86.
Y como no podía ser de otra manera, así fue en Italia en el 90.
A Uruguay, como siempre, le tocó con el anfitrión: España. Los otros integrantes del grupo eran Bélgica, Corea del Sur y nosotros.
El 12 de junio empatamos 0-0 con España, un embole. El 17 de junio marchamos con Bélgica 3-1, una paliza.
Nos faltaba jugar con Corea. Y si ganábamos, clasificábamos como terceros en el grupo.
Es así que el 21 de junio de 1990 Uruguay se enfrentaba a Corea del Sur por un pasaje a octavos de final del Mundial de Fútbol.
Muy lejos de allí, en una modesta casita del Balneario La Coronilla, en Rocha, Uruguay, dos hombres miraban el partido en un viejo televisor a blanco y negro, de 12 pulgadas. Se veía como espejo. Es decir, espantoso.
En la estufa a leña, dentro de una lata, burbujeaba un té de guaco y miel. Para ver si aflojaba un poco aquello que ambos tenían atravesado en la garganta.
Mi abuela había muerto en mi cama del barrio Buceo, en Montevideo, el 7 de junio. Ella iba regularmente a la capital a ver médicos, hacerse análisis, y esas cuestiones.
Cuando mi abuelo, que la había acompañado a Montevideo unos días antes, se volvía a Rocha, me dijo:
-Cuídame a la vieja. Yo vengo a buscarla la semana que viene.
Yo, que tenía 23 años y pocas palabras, debo haberle dicho:
-Bueno Bobó. Quédate tranquilo.
Pero mi abuela falleció allí, en mi cama, a mi cuidado.
Y por alguna razón que nunca comprendí me tocó la tarea de acompañar a mi abuelo en su duelo, allá en el invierno de La Coronilla.
El velatorio y el entierro fueron en Castillos. Y de ahí seguimos, mi abuelo y yo, sólos.
Uruguay ya había empatado y había perdido. Pero no me importaba.
Esos partidos pasaron sin pena ni gloria para mí, ocupado en ayudar a mi abuelo en las tareas cotidianas. Tomar mate, cortar leña, prender la estufa, ir al pueblo a comprar galleta, ordenar un poco la cabaña, y acompañarlo al Chuy a hacer el surtido. Hablamos poco y tomamos mucho, según recuerdo.
Pero ese jueves 21 de junio de 1990, Uruguay se jugaba el pasaje a la segunda ronda, y mi abuelo me dijo:
-Si quieres prende el televisor pa ver el partido. A mí no me molesta.
Estábamos los dos con la garganta cerrada, con una gripe machaza. La estufa prendida, el charope de guaco y miel, y el mate. Eran las cinco de la tarde cuando empezó el partido.
Uruguay jugó de blanco ese día, y tenía un cuadrazo: Fernando Alvez en el arco, Herrera, el Tano Gutierrez, el Hugo de León y Dominguez atrás. En el medio el Vasco Ostolaza, el Chueco Perdomo y Ruben Paz. Y adelante Francescoli, Sergio Martinez y Ruben Sosa.
En el segundo tiempo entró el Pato Aguilera por Ostolaza, y a los 62 minutos entró Daniel Fonseca en sustitución de Ruben Sosa.
Corea se aferraba al empate, que le servía. Uruguay necesitaba ganar. Si empatábamos quedábamos afuera. El tiempo se terminaba. Ya no había más cambios. Estábamos quedando eliminados.
Cuando le expliqué la situación a mi abuelo, Bobó, ni se inmutó. Sin mirarme, mirando al televisor, me dijo solamente:
-Si hay Dios, Uruguay va a hacer un gol.
Yo no contesté. Nunca supe si existía un dios, y mucho menos si tendría tiempo de ocuparse de un resultado deportivo. Pero no iba a contradecir a mi abuelo.
En el minuto 90, Alvez saca fuerte con el pie. La baja Francescoli. La pelota le llega a un jovencito Daniel Fonseca, que encara por derecha y le cortan el paso. Faul. Era la última. Se jugaban los descuentos.
Viene el centro pasado, al segundo palo. Cabecea Fonseca y goooooool de Uruguay!!
-Hay Dios!! ¡¡¡Hay Dios!!!- gritaba mi abuelo
-Gooooool -gritaba yo
Nos abrazamos llorando, mi abuelo y yo.
Lloramos mucho, mi abuelo y yo.
Abrazados, lloramos como nunca antes.
Por mi abuela, por él, por Uruguay, y porque descubrimos, ese día, que Dios existe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deje aquí su comentario. Gracias