Refugiarse algunas veces, aventurarse otras, y otras sólo dejar que la magia suceda. Invitar a vivir otras fiestas, a soñar otros sueños, a creer en lo increíble. De eso se trata, de todo eso y nada más que eso.
martes, 3 de junio de 2025
APAGÓN
domingo, 1 de junio de 2025
IGNACIO
Lo veo llegar con su enorme valija a cuestas. Enorme, pesada, supongo que llena de sueños bien acomodados, algún miedo en las partes que quedan libres, un poco de nostalgia por si la necesita. Demasiado equipaje, y muy pequeñas las ruedas para estas calles de tierra.
Seguramente se le trancará, y se arrepentirá de haber cargado con tanto.
Lo veo cortar su cabello como quien hace una poda radical de su vida, para empezar de nuevo con más fuerza.
Debe haber resultado eficaz el corte, hecho en luna creciente, porque lo veo crecer, agrandarse, madurar, equivocarse a veces, pero siempre buscando la manera de que las cosas queden bien.
Lo miro hablar de sus padres, de su tía, de sus hermanos y hermanas, de la vida en un pueblo chico, de un trabajo que ojalá pueda dejar.
Lo escucho hablar de pueblos de montaña, de playas entre acantilados, de planes de viajes, de desapegos, de nueva vida.
-Qué coño perdiste en Tanzania? - le preguntarán
-Que me he perdido a mi mismo! ¡¡¡Que eso es lo que estoy buscando, coño!!!- pensará él.
Pero se tragará la respuesta, para ser leal a sus creencias y respetuoso con los mayores
Lo veo asombrarse por la ineficiencia de algunos países, por las costumbres, las playas, la comida.
Lo escucho madrugar, salir a correr, ansioso.
Y después lo veo, también, sentado junto a un fuego. Filosofando, abriendo un poco, no mucho, su corazón. Pasando en limpio, poniendo en negro sobre blanco sus propósitos, para entregarlos al fuego.
También debe haber dado resultado ese ritual, hecho en luna llena, porque lo veo llegar con una mochila pequeña donde sólo hay lugar para sueños y proyectos. Que los miedos y añoranzas los mandó a casa porque ya no los iba a usar.
-Y a tomar por culo los que no estén de acuerdo!
Lo veo reírse, hablar de fútbol, beber cerveza, bromear, y parecerse a otro hijo.
Y así lo despido después, como se despide a un hijo.
Con un abrazo apretado, con la convicción de que no voy a volver a verlo; y con la esperanza de estar equivocado.
UN PAQUETE DE M Y M
Un bol de
pastillitas de colores sobre la mesa amarilla, junto a una pequeña estatuilla
de Buda, bajo la ventana que da al patio.
Un hambre
atroz de escuchar historias, de oír palabras que hablan de sabiduría, de
conocimientos antiguos y secretos.
Pero las
conversaciones tienen vida propia, y toman caminos que parecen ser antojadizos
e incoherentes.
Porque, ¿Qué
tienen que ver un penal errado, una zambullida en Tailandia, un abrazo en el
aeropuerto de Ginebra?
Nada en común
tendrían, sino fuera por la existencia de un ser de mirada transparente y
sonrisa franca, de manos abiertas y corazón sagrado.
Las pastillas
de colores aguardan sobre la mersa, a que dos hombres casi viejos hablen de
fútbol, de salud, de educación, de luz, de gente que cura con un gorro de
capitán y una espada de madera.
Uno de los
hombres llora mientras el otro cuenta del amor recibido, de prejuicios
abofeteados y de señales certeras.
Y ahora es el
otro el que llora, porque escucha historias de tetrapléjicos que curan, que
bailan, que surfean, o hacen esquí acuático. Que sonríen y agradecen.
Y llora aún
más cuando cree que ya no es posible, que ya no más emociones. Pero hay más.
Luego es
momento de rituales, de silencios, de ojos cerrados y oraciones en japonés.
Las
pastillitas, si pudieran ver, se sorprenderían sin dudas de ver esos dos
hombres que ahora ríen, que ahora lloran, que ahora conversan de hijos, de
renuncias, de accidentes, de potencialidades y de luz.
¿Por qué dicen
que sus padres están ahí, con ellos?
¿Por qué
lloran, abrazados?!Si los hombres no lloran!
¿Qué dicen
sobre la energía suprema, y sobre sanar, ayudar, crecer y no sé qué?
¿Por qué
mueven las manos como si fueran nubes? ¿Qué es ese brillo en sus miradas?
¿Por qué ríen
ahora, en el momento de la prueba final?
¿Qué hacen un
suizo y un uruguayo medio turco, en Brasil? ¿Quién los puso ahí? y ¿quién los
juntó?
¿El Tai Chi? ¿El
Reiki? ¿La casualidad? ¿Sus padres? ¿El destino?
¿O fueron esas
pastillitas de colores?
Y ya es hora
de los mantras: M &M…. M&M...
M&M…. Mmmmm
ELLA Y EL EN LA PIZZERIA
Entraron y se sentaron en la mesa
un instante antes que nosotros. Mientras decidíamos qué comer, empezamos a
escucharlos.
Ella cumplía 70, dijo, y él un
poco más.
Pidieron una pizza y una cerveza.
Ella parecía saber qué marca le gustaba a él.
Él era amigo del hermano de ella.
Pero no sabía mucho de su vida, de la vida de ella.
Ella le contaba cosas: de su
infancia, de la relación con sus hermanos, con su mamá, de su forma de pensar y
sentir, de la vida. Le confesaba miedos, esperanzas frustradas, sueños
cumplidos.
Él tomaba cerveza y la escuchaba.
Cada tanto decía algo, la miraba, y seguía escuchándola.
Yo me hice toda la historia:
había muerto el hermano de ella, amigo de él. Y ellos se habían encontrado
después de 45 años.
A ella, él le gustaba desde la
secundaria. Pero estaba en otra clase y, además, era amigo de su hermano. Era
inalcanzable para ella.
El tiempo pasó y cada cual hizo
su vida. Nunca más se habían visto, o muy esporádicamente, hasta hoy, que
falleció el amigo de él, hermano de ella y se encontraron en el velatorio.
Ella lo invitó a tomar algo, como
para ponerse al día y compartir el dolor de la pérdida.
Ella le contó que había
enviudado. Él le contó que después del divorcio, nunca más se había casado.
Estaba sólo. Le gustaba leer, caminar. Ella prefería tejer. Y si, también
caminar un poco
A los dos les gustaba el cine
francés. Y ambos odiaban la tele. Ni siquiera tenían una.
Si tenían unas cuantas cosas en
común, pensaron ambos.
Ella pagó la cuenta cuando
terminaron la pizza. Él se hizo cargo de la propina.
Se fueron un rato antes que
nosotros.
Yo no sé si todo esto es verdad,
o sólo una película que me hice mientras esperaba en la pizzería.
Pero juraría que los vi tomarse
de la mano mientras caminaban calle abajo, poniéndose al día después de 45
años.
EL ARMARIO DE LAS FOTOS
EL ARMARIO DE LAS FOTOS
Yo no pertenecía a esa familia. Bueno, en
apariencia. En realidad, sí pertenecía por derecho propio: me había casado con
una de las hijas del matrimonio. La mayor, para ser más exactos.
Pero un observador externo hubiera jurado que
no, que yo no pertenecía.
La explicación es muy sencilla, y
paso a darla a continuación. Como en toda casa de familia, sobre todo de
aquellas que son numerosas, con muchos hijos, nietos, yernos y nueras, existía
en la casa un aparador, armario, trinchante, o como quieran llamarle. En el
mismo aparecían, sin un riguroso orden cronológico, pero aparecían, fotos de
todos los miembros de la familia.
Allí estaban dos de sus hijos con
sus parejas, el hijo de una de ellas, y el vientre albergando a otro de los
nietos. Todos sonríen a la cámara, felices.
En otra, más a la derecha,
aparece la madre de familia rodeada por sus hijos e hijas, a la sombra de un
árbol emblemático del parque.
Hacia la otra punta, en un marco
dorado, aparece la primera nieta con su esposo en algún lugar lejano de Europa.
Y más acá, o más allá, van
apareciendo las dos hijas, los tres hijos, sus parejas, la nieta mayor, los
nietos más pequeños, y hasta la mascota de la familia, un viejo labrador negro.
El único que no aparecía era yo.
No existía. O por lo menos, no existía en el armario.
Ahora bien, entiendo que se
preguntarán por qué. Yo también me lo pregunto. Yo no lo sabía ni lo entendía. Tenía
una buena relación con mis suegros, con mis cuñados y cuñadas, me llevaba bien
con todo el mundo. Tal vez fuera por mi apariencia física, por mis grandes
orejas y mi aire desgarbado. Tal vez el motivo pudiera ser mi falta de título
universitario, o algo así. Nunca lo supe, ni me molesté en preguntar.
Pero un buen día, de esos que
marcan un punto de inflexión en la vida de las personas, un día signado por el
destino, en fin, me propuse formar parte de la galería fotográfica de la
familia. Haría lo que fuera necesario para lograrlo. Me lo merecía, y no iba a
renunciar a ese derecho.
Entonces fue que empecé con mi
viaje del héroe personal, mi propósito en la vida. Escribí un libro con
historias familiares, aprendí a cocinar y a deshuesar un cordero, me convertí
en un atento escuchador de anécdotas, mejoré mi técnica de lavado de vajilla y
modifiqué mi forma de colgar la ropa.
Nada. Ni una foto carnet. Nada
Entonces empecé a prestarle
libros a mi suegra, a elogiarle la comida, a ayudarla con la tecnología. Y a mi
suegro le averiguaba todo lo que me pedía, le buscaba información, le pasaba
enlaces, audios, mensajes, le festejaba todos los chistes… nada… Ni siquiera me
respondía. Así que ni pensar en formar parte de la fototeca familiar.
Estaba realmente desesperado. Mi
presencia en ese estante era algo en lo que me iba la vida. Si. Estaba
obsesionado.
Entonces empecé a tramar la
urdimbre que me llevaría finalmente a lograr tan preciado galardón.
El plan era simple, no podía
fallar. Si bien no era el plan perfecto, yo había estudiado hasta el más mínimo
detalle, sin dejar ninguno librado al azar.
Los invitaría a cenar a casa, y
yo personalmente me encargaría de todo. Ambientación oriental con cortinados,
lámparas turcas, incienso, música árabe, y almohadones por doquier. De entrada,
berenjena ahumada en paté y pan árabe. De segundo plato, haría con mis propias
manos unos exquisitos lehmeyun, que a mis suegros les encantaba. Todo regado con un vino turco que ya había
visto para comprar por internet. De postre, un impresionante baklava y una
copita de Raki.
Era un plan endemoniadamente
perfecto. Si no los conquistaba con eso, me daría por vencido. De ahí, al salón
familiar de la fama. Es decir, al mueble del living. Ya imaginaba mi foto,
abrazado a su hija, mi esposa, inmortalizados en madera y vidrio.
El siguiente fin de semana puse
inmediatamente manos a la obra: le dije a mi esposa que se fuera a pasar el día
con los padres, que yo me encargaba de todo. Compré el vino y el raki en una
tienda online y arreglé para que me lo entregaran el mismo día. Puse a leudar
la masa para los lehmeyun, preparé las berenjenas, organicé todo, mientras
seleccionaba mi mejor playlist de música turca. Aroma a incienso perfumaba el
ambiente, mezclándose con la sutileza de la berenjena ahumada.
Quedó im pre sio nan te!! Humildemente, parecía una escena del Gran
Bazar. Era como entrar a la milenaria Constantinopla. Hasta una alfombra turca
conseguí con mi prima. Me consagré. Lo iba a lograr. Estaba exultante,
radiante, feliz.
Vestí mis mejores ropas, de lino
blanco y me calcé unas sandalias rojas que había traído de mi último viaje, de
esas que tienen la punta doblada hacia arriba, como las de Aladino. De hecho,
yo parecía Aladino. Y partí raudo, veloz a la casa de mis suegros, a buscarlos
para traerlos a cenar.
Lo que vi cuando entré a la casa
no puedo explicarlo con palabras. Mi esposa me miraba con ojos enormes, mezcla
de espanto, sorpresa e incredulidad, mientras intentaba esconder una caja de
cartón de la que sobresalían algunos portarretratos.
Mi suegra despachaba a dos muchachos
venezolanos que se iban, felices, en un camión de mudanzas con un bulto enorme
en la caja.
En el living, mi suegro. Con una
sonrisa de oreja a oreja me miraba y señalaba la televisión de 50 pulgadas que
brillaba, flamante y majestuosa, en el lugar que antes ocupaba el armario de
las fotos.