martes, 3 de junio de 2025

APAGÓN



Era de noche. Había apagón aparentemente, pero se sentía raro...
No sé por qué no había luz, pero mi esposa tenía razón. Tenía que ir hasta el tablero y levantar la llave.
El problema fue que cada vez que subía una llave, se volvía a bajar sola. Pero no porque hubiera un cortocircuito y saltara la llave, no. Era como que alguien, o algo, las bajaba. 
Esa era la sensación. Inexplicable, pero era eso.

Era una sensación física, más que una imagen dentro del sueño. Como bien física, bien corporal,  fue la sensación de que algo, o alguien me tocaba el brazo izquierdo. Creo que fue ahí que se me puso la piel de gallina. Miré hacia ese lado para ver cómo, desde el fondo del oscuro pasillo avanzaba hacia mi un ser de dos cabezas. Chiquito como un niño, y tal vez por eso más aterrador.

Lo golpeé con lo que tenía más a mano, un taburete de madera, y el engendro de despedazó por un instante; sólo para volver a rearmarse y atacarme.

Ahí grité. Ahí mi esposa me despertó. Estaba erizado. Todavía tengo miedo de volver a cerrar los ojos.

domingo, 1 de junio de 2025

IGNACIO

 



Lo veo llegar con su enorme valija a cuestas. Enorme, pesada, supongo que llena de sueños bien acomodados, algún miedo en las partes que quedan libres, un poco de nostalgia por si la necesita. Demasiado equipaje, y muy pequeñas las ruedas para estas calles de tierra.

Seguramente se le trancará, y se arrepentirá de haber cargado con tanto.

Lo veo cortar su cabello como quien hace una poda radical de su vida, para empezar de nuevo con más fuerza.

Debe haber resultado eficaz el corte, hecho en luna creciente, porque lo veo crecer, agrandarse, madurar, equivocarse a veces, pero siempre buscando la manera de que las cosas queden bien.

Lo miro hablar de sus padres, de su tía, de sus hermanos y hermanas, de la vida en un pueblo chico, de un trabajo que ojalá pueda dejar.

Lo escucho hablar de pueblos de montaña, de playas entre acantilados, de planes de viajes, de desapegos, de nueva vida.

-Qué coño perdiste en Tanzania? - le preguntarán

-Que me he perdido a mi mismo! ¡¡¡Que eso es lo que estoy buscando, coño!!!- pensará él.

Pero se tragará la respuesta, para ser leal a sus creencias y respetuoso con los mayores

Lo veo asombrarse por la ineficiencia de algunos países, por las costumbres, las playas, la comida.

Lo escucho madrugar, salir a correr, ansioso.

Y después lo veo, también, sentado junto a un fuego. Filosofando, abriendo un poco, no mucho, su corazón. Pasando en limpio, poniendo en negro sobre blanco sus propósitos, para entregarlos al fuego.

También debe haber dado resultado ese ritual, hecho en luna llena, porque lo veo llegar con una mochila pequeña donde sólo hay lugar para sueños y proyectos. Que los miedos y añoranzas los mandó a casa porque ya no los iba a usar.

-Y a tomar por culo los que no estén de acuerdo!

Lo veo reírse, hablar de fútbol, beber cerveza, bromear, y parecerse a otro hijo.

Y así lo despido después, como se despide a un hijo.

Con un abrazo apretado, con la convicción de que no voy a volver a verlo; y con la esperanza de estar equivocado.

UN PAQUETE DE M Y M

 

Un bol de pastillitas de colores sobre la mesa amarilla, junto a una pequeña estatuilla de Buda, bajo la ventana que da al patio.

Un hambre atroz de escuchar historias, de oír palabras que hablan de sabiduría, de conocimientos antiguos y secretos.

Pero las conversaciones tienen vida propia, y toman caminos que parecen ser antojadizos e incoherentes.

Porque, ¿Qué tienen que ver un penal errado, una zambullida en Tailandia, un abrazo en el aeropuerto de Ginebra?

Nada en común tendrían, sino fuera por la existencia de un ser de mirada transparente y sonrisa franca, de manos abiertas y corazón sagrado.

Las pastillas de colores aguardan sobre la mersa, a que dos hombres casi viejos hablen de fútbol, de salud, de educación, de luz, de gente que cura con un gorro de capitán y una espada de madera.

Uno de los hombres llora mientras el otro cuenta del amor recibido, de prejuicios abofeteados y de señales certeras.

Y ahora es el otro el que llora, porque escucha historias de tetrapléjicos que curan, que bailan, que surfean, o hacen esquí acuático. Que sonríen y agradecen.

Y llora aún más cuando cree que ya no es posible, que ya no más emociones. Pero hay más.

Luego es momento de rituales, de silencios, de ojos cerrados y oraciones en japonés.

Las pastillitas, si pudieran ver, se sorprenderían sin dudas de ver esos dos hombres que ahora ríen, que ahora lloran, que ahora conversan de hijos, de renuncias, de accidentes, de potencialidades y de luz.

¿Por qué dicen que sus padres están ahí, con ellos?

¿Por qué lloran, abrazados?!Si los hombres no lloran!

¿Qué dicen sobre la energía suprema, y sobre sanar, ayudar, crecer y no sé qué?

¿Por qué mueven las manos como si fueran nubes? ¿Qué es ese brillo en sus miradas?

¿Por qué ríen ahora, en el momento de la prueba final?

¿Qué hacen un suizo y un uruguayo medio turco, en Brasil? ¿Quién los puso ahí? y ¿quién los juntó?

¿El Tai Chi? ¿El Reiki? ¿La casualidad? ¿Sus padres? ¿El destino?

¿O fueron esas pastillitas de colores?

Y ya es hora de los mantras: M &M…. M&M... M&M…. Mmmmm

ELLA Y EL EN LA PIZZERIA

 

 

Entraron y se sentaron en la mesa un instante antes que nosotros. Mientras decidíamos qué comer, empezamos a escucharlos.

Ella cumplía 70, dijo, y él un poco más.

Pidieron una pizza y una cerveza. Ella parecía saber qué marca le gustaba a él.

Él era amigo del hermano de ella. Pero no sabía mucho de su vida, de la vida de ella.

Ella le contaba cosas: de su infancia, de la relación con sus hermanos, con su mamá, de su forma de pensar y sentir, de la vida. Le confesaba miedos, esperanzas frustradas, sueños cumplidos.

Él tomaba cerveza y la escuchaba. Cada tanto decía algo, la miraba, y seguía escuchándola.

Yo me hice toda la historia: había muerto el hermano de ella, amigo de él. Y ellos se habían encontrado después de 45 años.

A ella, él le gustaba desde la secundaria. Pero estaba en otra clase y, además, era amigo de su hermano. Era inalcanzable para ella.

El tiempo pasó y cada cual hizo su vida. Nunca más se habían visto, o muy esporádicamente, hasta hoy, que falleció el amigo de él, hermano de ella y se encontraron en el velatorio.

Ella lo invitó a tomar algo, como para ponerse al día y compartir el dolor de la pérdida.

Ella le contó que había enviudado. Él le contó que después del divorcio, nunca más se había casado. Estaba sólo. Le gustaba leer, caminar. Ella prefería tejer. Y si, también caminar un poco

A los dos les gustaba el cine francés. Y ambos odiaban la tele. Ni siquiera tenían una.

Si tenían unas cuantas cosas en común, pensaron ambos.

Ella pagó la cuenta cuando terminaron la pizza. Él se hizo cargo de la propina.

Se fueron un rato antes que nosotros.

Yo no sé si todo esto es verdad, o sólo una película que me hice mientras esperaba en la pizzería.

Pero juraría que los vi tomarse de la mano mientras caminaban calle abajo, poniéndose al día después de 45 años.

 

EL ARMARIO DE LAS FOTOS

 

EL ARMARIO DE LAS FOTOS

 Yo no pertenecía a esa familia. Bueno, en apariencia. En realidad, sí pertenecía por derecho propio: me había casado con una de las hijas del matrimonio. La mayor, para ser más exactos.

 Pero un observador externo hubiera jurado que no, que yo no pertenecía.

La explicación es muy sencilla, y paso a darla a continuación. Como en toda casa de familia, sobre todo de aquellas que son numerosas, con muchos hijos, nietos, yernos y nueras, existía en la casa un aparador, armario, trinchante, o como quieran llamarle. En el mismo aparecían, sin un riguroso orden cronológico, pero aparecían, fotos de todos los miembros de la familia.

Allí estaban dos de sus hijos con sus parejas, el hijo de una de ellas, y el vientre albergando a otro de los nietos. Todos sonríen a la cámara, felices.

En otra, más a la derecha, aparece la madre de familia rodeada por sus hijos e hijas, a la sombra de un árbol emblemático del parque.

Hacia la otra punta, en un marco dorado, aparece la primera nieta con su esposo en algún lugar lejano de Europa.

Y más acá, o más allá, van apareciendo las dos hijas, los tres hijos, sus parejas, la nieta mayor, los nietos más pequeños, y hasta la mascota de la familia, un viejo labrador negro.

El único que no aparecía era yo. No existía. O por lo menos, no existía en el armario.

Ahora bien, entiendo que se preguntarán por qué. Yo también me lo pregunto. Yo no lo sabía ni lo entendía. Tenía una buena relación con mis suegros, con mis cuñados y cuñadas, me llevaba bien con todo el mundo. Tal vez fuera por mi apariencia física, por mis grandes orejas y mi aire desgarbado. Tal vez el motivo pudiera ser mi falta de título universitario, o algo así. Nunca lo supe, ni me molesté en preguntar.

Pero un buen día, de esos que marcan un punto de inflexión en la vida de las personas, un día signado por el destino, en fin, me propuse formar parte de la galería fotográfica de la familia. Haría lo que fuera necesario para lograrlo. Me lo merecía, y no iba a renunciar a ese derecho.

Entonces fue que empecé con mi viaje del héroe personal, mi propósito en la vida. Escribí un libro con historias familiares, aprendí a cocinar y a deshuesar un cordero, me convertí en un atento escuchador de anécdotas, mejoré mi técnica de lavado de vajilla y modifiqué mi forma de colgar la ropa.

Nada. Ni una foto carnet. Nada

Entonces empecé a prestarle libros a mi suegra, a elogiarle la comida, a ayudarla con la tecnología. Y a mi suegro le averiguaba todo lo que me pedía, le buscaba información, le pasaba enlaces, audios, mensajes, le festejaba todos los chistes… nada… Ni siquiera me respondía. Así que ni pensar en formar parte de la fototeca familiar.

Estaba realmente desesperado. Mi presencia en ese estante era algo en lo que me iba la vida. Si. Estaba obsesionado.

Entonces empecé a tramar la urdimbre que me llevaría finalmente a lograr tan preciado galardón.

El plan era simple, no podía fallar. Si bien no era el plan perfecto, yo había estudiado hasta el más mínimo detalle, sin dejar ninguno librado al azar.   

Los invitaría a cenar a casa, y yo personalmente me encargaría de todo. Ambientación oriental con cortinados, lámparas turcas, incienso, música árabe, y almohadones por doquier. De entrada, berenjena ahumada en paté y pan árabe. De segundo plato, haría con mis propias manos unos exquisitos lehmeyun, que a mis suegros les encantaba.  Todo regado con un vino turco que ya había visto para comprar por internet. De postre, un impresionante baklava y una copita de Raki.

Era un plan endemoniadamente perfecto. Si no los conquistaba con eso, me daría por vencido. De ahí, al salón familiar de la fama. Es decir, al mueble del living. Ya imaginaba mi foto, abrazado a su hija, mi esposa, inmortalizados en madera y vidrio.

El siguiente fin de semana puse inmediatamente manos a la obra: le dije a mi esposa que se fuera a pasar el día con los padres, que yo me encargaba de todo. Compré el vino y el raki en una tienda online y arreglé para que me lo entregaran el mismo día. Puse a leudar la masa para los lehmeyun, preparé las berenjenas, organicé todo, mientras seleccionaba mi mejor playlist de música turca. Aroma a incienso perfumaba el ambiente, mezclándose con la sutileza de la berenjena ahumada.

Quedó im pre sio nan te!!  Humildemente, parecía una escena del Gran Bazar. Era como entrar a la milenaria Constantinopla. Hasta una alfombra turca conseguí con mi prima. Me consagré. Lo iba a lograr. Estaba exultante, radiante, feliz.

Vestí mis mejores ropas, de lino blanco y me calcé unas sandalias rojas que había traído de mi último viaje, de esas que tienen la punta doblada hacia arriba, como las de Aladino. De hecho, yo parecía Aladino. Y partí raudo, veloz a la casa de mis suegros, a buscarlos para traerlos a cenar.

Lo que vi cuando entré a la casa no puedo explicarlo con palabras. Mi esposa me miraba con ojos enormes, mezcla de espanto, sorpresa e incredulidad, mientras intentaba esconder una caja de cartón de la que sobresalían algunos portarretratos.

 Mi suegra despachaba a dos muchachos venezolanos que se iban, felices, en un camión de mudanzas con un bulto enorme en la caja.

En el living, mi suegro. Con una sonrisa de oreja a oreja me miraba y señalaba la televisión de 50 pulgadas que brillaba, flamante y majestuosa, en el lugar que antes ocupaba el armario de las fotos.