EL ARMARIO DE LAS FOTOS
Yo no pertenecía a esa familia. Bueno, en
apariencia. En realidad, sí pertenecía por derecho propio: me había casado con
una de las hijas del matrimonio. La mayor, para ser más exactos.
Pero un observador externo hubiera jurado que
no, que yo no pertenecía.
La explicación es muy sencilla, y
paso a darla a continuación. Como en toda casa de familia, sobre todo de
aquellas que son numerosas, con muchos hijos, nietos, yernos y nueras, existía
en la casa un aparador, armario, trinchante, o como quieran llamarle. En el
mismo aparecían, sin un riguroso orden cronológico, pero aparecían, fotos de
todos los miembros de la familia.
Allí estaban dos de sus hijos con
sus parejas, el hijo de una de ellas, y el vientre albergando a otro de los
nietos. Todos sonríen a la cámara, felices.
En otra, más a la derecha,
aparece la madre de familia rodeada por sus hijos e hijas, a la sombra de un
árbol emblemático del parque.
Hacia la otra punta, en un marco
dorado, aparece la primera nieta con su esposo en algún lugar lejano de Europa.
Y más acá, o más allá, van
apareciendo las dos hijas, los tres hijos, sus parejas, la nieta mayor, los
nietos más pequeños, y hasta la mascota de la familia, un viejo labrador negro.
El único que no aparecía era yo.
No existía. O por lo menos, no existía en el armario.
Ahora bien, entiendo que se
preguntarán por qué. Yo también me lo pregunto. Yo no lo sabía ni lo entendía. Tenía
una buena relación con mis suegros, con mis cuñados y cuñadas, me llevaba bien
con todo el mundo. Tal vez fuera por mi apariencia física, por mis grandes
orejas y mi aire desgarbado. Tal vez el motivo pudiera ser mi falta de título
universitario, o algo así. Nunca lo supe, ni me molesté en preguntar.
Pero un buen día, de esos que
marcan un punto de inflexión en la vida de las personas, un día signado por el
destino, en fin, me propuse formar parte de la galería fotográfica de la
familia. Haría lo que fuera necesario para lograrlo. Me lo merecía, y no iba a
renunciar a ese derecho.
Entonces fue que empecé con mi
viaje del héroe personal, mi propósito en la vida. Escribí un libro con
historias familiares, aprendí a cocinar y a deshuesar un cordero, me convertí
en un atento escuchador de anécdotas, mejoré mi técnica de lavado de vajilla y
modifiqué mi forma de colgar la ropa.
Nada. Ni una foto carnet. Nada
Entonces empecé a prestarle
libros a mi suegra, a elogiarle la comida, a ayudarla con la tecnología. Y a mi
suegro le averiguaba todo lo que me pedía, le buscaba información, le pasaba
enlaces, audios, mensajes, le festejaba todos los chistes… nada… Ni siquiera me
respondía. Así que ni pensar en formar parte de la fototeca familiar.
Estaba realmente desesperado. Mi
presencia en ese estante era algo en lo que me iba la vida. Si. Estaba
obsesionado.
Entonces empecé a tramar la
urdimbre que me llevaría finalmente a lograr tan preciado galardón.
El plan era simple, no podía
fallar. Si bien no era el plan perfecto, yo había estudiado hasta el más mínimo
detalle, sin dejar ninguno librado al azar.
Los invitaría a cenar a casa, y
yo personalmente me encargaría de todo. Ambientación oriental con cortinados,
lámparas turcas, incienso, música árabe, y almohadones por doquier. De entrada,
berenjena ahumada en paté y pan árabe. De segundo plato, haría con mis propias
manos unos exquisitos lehmeyun, que a mis suegros les encantaba. Todo regado con un vino turco que ya había
visto para comprar por internet. De postre, un impresionante baklava y una
copita de Raki.
Era un plan endemoniadamente
perfecto. Si no los conquistaba con eso, me daría por vencido. De ahí, al salón
familiar de la fama. Es decir, al mueble del living. Ya imaginaba mi foto,
abrazado a su hija, mi esposa, inmortalizados en madera y vidrio.
El siguiente fin de semana puse
inmediatamente manos a la obra: le dije a mi esposa que se fuera a pasar el día
con los padres, que yo me encargaba de todo. Compré el vino y el raki en una
tienda online y arreglé para que me lo entregaran el mismo día. Puse a leudar
la masa para los lehmeyun, preparé las berenjenas, organicé todo, mientras
seleccionaba mi mejor playlist de música turca. Aroma a incienso perfumaba el
ambiente, mezclándose con la sutileza de la berenjena ahumada.
Quedó im pre sio nan te!! Humildemente, parecía una escena del Gran
Bazar. Era como entrar a la milenaria Constantinopla. Hasta una alfombra turca
conseguí con mi prima. Me consagré. Lo iba a lograr. Estaba exultante,
radiante, feliz.
Vestí mis mejores ropas, de lino
blanco y me calcé unas sandalias rojas que había traído de mi último viaje, de
esas que tienen la punta doblada hacia arriba, como las de Aladino. De hecho,
yo parecía Aladino. Y partí raudo, veloz a la casa de mis suegros, a buscarlos
para traerlos a cenar.
Lo que vi cuando entré a la casa
no puedo explicarlo con palabras. Mi esposa me miraba con ojos enormes, mezcla
de espanto, sorpresa e incredulidad, mientras intentaba esconder una caja de
cartón de la que sobresalían algunos portarretratos.
Mi suegra despachaba a dos muchachos
venezolanos que se iban, felices, en un camión de mudanzas con un bulto enorme
en la caja.
En el living, mi suegro. Con una
sonrisa de oreja a oreja me miraba y señalaba la televisión de 50 pulgadas que
brillaba, flamante y majestuosa, en el lugar que antes ocupaba el armario de
las fotos.