jueves, 25 de septiembre de 2025

SAUDADE

 *Saudade*

Ser criança é ser inocente, é ser feliz, e não ter saudade. 

Ser criança é estar cheio de sonhos, de imaginação, de alegria.

Ser criança é estar brincando o tempo todo com os coleginhas. De esconde-esconde, de boneca, de pular corda.

 Quando você morava numa casa grande, passava as férias com o seus avós, e seu mundo era um quintal de brinquedos. 

 Depois o tempo passa, e a gente se machuca com a realidade de trabalho, problemas, saudades, desejos, mágoas...

Ser adulto então se reduz a ter saudade de ser criança, se acordar cedo, com vontade de brincar. Mais não poder...os adultos não brincam, não riem, não choram.

 Mais, as vezes, a gente esquece ter maturado, e brinca, e dança,  e volta a ser uma criança, e a saudade vai embora. 

 E, as vezes, a gente acha que a verdadeira sabedoria é voltar a ser criança.

sábado, 30 de agosto de 2025

EL VIAJE DE FELI

 EL VIAJE DE FELI

 Felipe tenía 13 años cuando hizo su primer viaje, lo cual no es mucho ni poco. Era la edad justa para él. Las cosas suelen suceder a la edad justa en que tienen que suceder.

Es cierto que no era la primera vez que salía de su casa, pero era la primera vez que lo hacía tan sólo. El matrimonio de sus padres estaba en crisis, y su padre se había ido algo lejos, sólo, a un rancho en la costa. 

 Por alguna razón que Feli desconocía, tal vez porque le gustaba estar con su padre, pese a las mutuas dificultades de comunicación, o porque era el momento justo de hacerlo, o porque la vida a veces te pasa por arriba, te revuelca como una ola y te deposita en otro lado, apareció allá lejos, en el rancho de su padre, una fría tarde de otoño. Era su primer viaje sólo.

No se puede decir que tenía miedo. Bueno, sí, un poco. Él no era precisamente un niño valiente. Más bien, como todo preadolescente, era tímido y retraído, con algunos miedos, y no muy acostumbrado a que su padre lo dejara sólo y se fuera lejos. 

Pero allá fue, con instrucciones más o menos precisas de dónde bajarse del bus: en el medio de la nada, pasando la carpintería de Mario, donde está el almacén. Ahí lo esperaría su padre.

Subió al ómnibus y se sentó del lado de la ventanilla, en uno de los asientos de adelante, cerca del chofer. Tenía miedo de pasarse, de dormirse, de no saber dónde bajarse, de perderse. 

El trayecto era bastante largo, así que no logró resistir el sueño y se durmió un rato. Cuando despertó, faltaba poco para llegar. O eso le dijo el chofer. No tenía más remedio que confiar, así que se bajó donde le indicaron. Vio alejarse el ómnibus, se sentó al borde de la carretera y esperó. Hacía frio y estaba sólo. 

Al rato apareció su padre. Se había demorado preparando todo para la mañana siguiente, para hacer un paseo que prometía ser una aventura extraordinaria, de esas que Feli soñaba con vivir algún día. Su vida no era demasiado excitante, así que le encantó la idea del paseo sorpresa. 



El día siguiente empezó temprano. Apenas clareaba cuando su padre lo despertó con todo pronto. Desayunó medio dormido, viendo cómo su padre cargaba el kayak, los remos, los chalecos salvavidas, el ancla, la ropa de abrigo bien resguardada en bolsas de nylon dentro de una tarrina, algo de comida, y cuerdas de repuesto.

Se acomodó en el asiento de atrás de la camioneta, y aprovechó para dormir otro ratito mientras llegaban al punto de partida: la naciente de un arroyo, cerca del puente grande. Allí los esperaban otros compañeros de viaje, que él no conocía. Había canoas, otros kayaks, gente, y hasta un perrito pekinés que enseguida empezó a hacerle fiestas. 

Con ayuda de su padre subió al kayak y se sentó en el asiento de adelante, pronto para aprender a remar. Su padre le dio todas las indicaciones, y le dijo que estuviera tranquilo, que siempre, siempre, iba a estar atrás suyo, cuidándolo. Pero, eso sí, él debía remar. Era su responsabilidad avanzar y decidir el rumbo.

 Como era su primer viaje en kayak, empezó con un poco de miedo. No sabía remar muy bien, se sacudía de un lado a otro, se acercaba demasiado a la orilla, se cansaba. Pero cada vez que se daba vuelta y miraba, ahí estaba su padre sentado en el asiento de atrás, no remando, sólo mirándolo y dejando que se equivoque.  Eso lo tranquilizaba.

Las horas fueron pasando, mientras el arroyo atravesaba campos, bañados y pajonales. Muy cerca del momento en que estaba por rendirse, llegó el momento de parar un rato, descansar un poco, comer algo y jugar otro ratito con el perro. Pero aún faltaba lo mejor.

El arroyo desembocaba en una inmensa laguna, junto al mar. La fuerte corriente del océano entraba en la laguna, formando grandes olas que amenazaban con dar vuelta las canoas, inundar los kayaks y mandar al agua a más de uno. 

Había que acercarse a la orilla derecha, del lado del pajonal, remando con fuerza y sin miedo. Así le dijo su padre, mientras remaban ambos con todas sus fuerzas. Se había puesto difícil, la corriente metía miedo, pero darse por vencidos no era una opción. Iban a lograrlo juntos.

Pasó un largo rato hasta que pudieron, bordeando el pajonal, llegar a una pequeña bahía rodeada de sauces llorones. Hubo que dejar de remar y en su lugar usar los remos como palanca, apoyándolos en el fondo barroso. Pero finalmente lo habían hecho. Sólo faltaba cargar el kayak y caminar los cien metros que los separaban del camino vecinal en donde los iban a ir a buscar.

Habían pasado varias horas, y habían remado más de dieciocho kilómetros desde la naciente del arroyo hasta casi llegar a la desembocadura en el océano. Y había sido una jornada intensa.  Feli estaba cansado y feliz. Ya no tenía miedo. Ya había completado su primera travesía. 

Un par de días después volvió, otra vez sólo, a la capital. Su padre lo despidió con una abrazo fuerte, y el pecho lleno de orgullo. Él volvió a su rutina, al liceo, a la vida conocida. Pero ya no sería el mismo después de haber vivido aquella aventura. 

Vendrían otras, por supuesto. Otros peligros, otras olas que lo iban a amenazar, otras corrientes más grandes y peligrosas, otras orillas de las que debería alejarse, y algunas a las que debería acercarse a descansar y estar seguro.

Lo esperaban otras aventuras en las que su padre no iba a poder acompañarlo.

Aunque, de algún modo, él sabía que lo estaría mirando desde el asiento de atrás. 


sábado, 19 de julio de 2025

HORROR

 HORROR

Estuvo un rato largo en silencio, buscando la palabra justa. 

Pero antes, cuando recién venía llegando al rancho, estuvo buscando en sus recuerdos otras cosas: su gente, sus afectos, y hasta a su cuzco, que también extrañaba.

Había pasado mucho tiempo, eso sí. Cuando vinieron a buscarlo recién arrancaba 1903, y ya había relajo con el gobierno nuevo. El General andaba buscando gente y caballada, y cuando se descuidó ya habían venido por él. Apenas le dio pa despedirse de su mujer y darle un beso en la cabeza al gurí que jugaba en el patio. De eso hacía mucho, o eso le pareció a él. 

Mucha agua había corrido desde entonces. Acampadas a orilla de los arroyos, varios encontronazos con las tropas del gobierno, hambre, y cansancio. Tenía varios degollados en su haber, que no le pesaban tanto. Uno se acostumbra a todo en campaña. Muerte, mucha muerte habían visto sus ojos cansados. Hasta la propia muerte del General, allá por Masoller. 

Ahí fue que se dispersó la gauchada. Cada uno pa su pago, y a otra cosa. Habían pasado casi dos años, calculó. Y no era de errarle mucho. Era fino pa calcular. Le erraba poco.

Eso sí, nunca hubiera podido calcular la escena que se iba a encontrar a su regreso. Por más que muchas noches se acordaba de su rancho, su mujer y su cría, ese recuerdo estaba congelado en el tiempo. Los recordaba como eran aquella tardecita de enero, cuando ella entraba la ropa y el gurí jugaba en el patio. Como si aquella escena hubiera sido pintada, y no real. 

Pero la realidad que lo esperaba era otra muy distinta. Del rancho quedaban el horcón del medio, el de la cocina, y la pared del fondo, donde supo estar la cocina a leña. Había, al costado, un montón de terrones y unos palos a medio quemar, donde antes estaba el otro rancho, el de dormir. 

El gallinero medio en pie, pero desvencijado, torcido. La cachimba, con sólo el brocal de piedra a medio derrumbar, le sirvió al hombre para descargar en ella toda la furia, todo el dolor, cuando divisó allá al fondo atrás de la huerta, dos montones de piedra con dos cruces de madera. 

Sucio, cansado y lastimado, volvió hasta donde pastaba el tubiano. Desensilló, le pegó una palmada al compañero de tantas horas, y volvió sobre sus pasos con el lazo en la mano.

Fue hasta donde terminaba el monte de eucaliptus, donde empezaba la pampa infinita. 

-Carajo! ¡Tanta muerte por esto! -pensó.

Su soledad se perdió en la inmensidad, donde un caballo viejo y flaco masticaba el pasto reseco.

Miró el viejo ombú, grave, enorme, solitario. Una pareja de cuervos, que parecía presentir el desenlace, esperaba paciente. El tiempo nunca fue problema en aquella inmensidad.

Miró por última vez el miserable hilo de agua que alguna vez fue escenario de pescas con su gurí. Ahí mojarreaba despacio, pitando, mientras el mocoso tiraba piedritas. Parecía que había sido hace tanto tiempo…

Revoleó el lazo, hizo un nudo corredizo, se trepó a un pedazo de tronco, se ajustó perfectamente el lazo en el pescuezo, y fue justo antes que se apagara aquella luminosidad crepuscular cuando se acordó de la palabra que venía buscando.

-Qué horror al pedo! -murmuró. Y pateó el tronco seco.


viernes, 18 de julio de 2025

MI SUPERHEROE FAVORITO (versión sonora)

 En el siguiente link se puede acceder a una versión reducida del cuento Mi superheroe favorito, con la narración correspondiente:

https://sonoro.orsai.org/cuento/o8khbxf5ujuw4vnqi9mwwxjw


PARA MERWIN



Querido hermano: ya es tarde.

Te fuiste y no nos dimos ese prometido abrazo.

Por lo menos hablamos, nos despedimos, y pude, a mi manera, acompañarte en el proceso.

Me hubiera gustado estar contigo cuando te fuiste.

Tendría que haber estado ahí, de hecho.

Y creo que nunca me voy a perdonar no haberme tomado ese avión para ir a estar contigo.

Puta madre!

Por eso te escribo ahora que ya no puedes leerme, en un inútil intento de agradecerte todo lo que me enseñaste sin palabras, con tu ejemplo.

Mi vida hubiera sido muy diferente si no te hubieras cruzado en mi camino aquella tarde en Floripa.

No sería quien soy, ni estaría acá, com saudades de você.

Hasta siempre, Yo


lunes, 14 de julio de 2025

PARA ISAAC

 Hijo: 

Cuando leas esta carta ya estarás en Uruguay, empezando una nueva vida con tu papá y tu hermanito.

 Ojalá sea pronto, antes de que aprendas un nuevo idioma y te olvides de nuestra lengua. Yo tuve que quedarme acá porque estoy muy enferma y no hubiera resistido el viaje. Probablemente ya no esté aquí y tu papá se haya vuelto a casar, tal como lo indican nuestras tradiciones. 

A propósito, no te olvides de tus raíces. 

Recuerda siempre tu querida Izmir, tu barrio Karataş, el ascensor que subíamos juntos, el teleférico al que los llevaba tu papá, y sobre todo no te olvides de ser fiel a ti mismo, siempre. 

Que eso sea siempre más importante que las tradiciones. 

Te amo, Mamá

martes, 3 de junio de 2025

APAGÓN



Era de noche. Había apagón aparentemente, pero se sentía raro...
No sé por qué no había luz, pero mi esposa tenía razón. Tenía que ir hasta el tablero y levantar la llave.
El problema fue que cada vez que subía una llave, se volvía a bajar sola. Pero no porque hubiera un cortocircuito y saltara la llave, no. Era como que alguien, o algo, las bajaba. 
Esa era la sensación. Inexplicable, pero era eso.

Era una sensación física, más que una imagen dentro del sueño. Como bien física, bien corporal,  fue la sensación de que algo, o alguien me tocaba el brazo izquierdo. Creo que fue ahí que se me puso la piel de gallina. Miré hacia ese lado para ver cómo, desde el fondo del oscuro pasillo avanzaba hacia mi un ser de dos cabezas. Chiquito como un niño, y tal vez por eso más aterrador.

Lo golpeé con lo que tenía más a mano, un taburete de madera, y el engendro de despedazó por un instante; sólo para volver a rearmarse y atacarme.

Ahí grité. Ahí mi esposa me despertó. Estaba erizado. Todavía tengo miedo de volver a cerrar los ojos.

domingo, 1 de junio de 2025

IGNACIO

 



Lo veo llegar con su enorme valija a cuestas. Enorme, pesada, supongo que llena de sueños bien acomodados, algún miedo en las partes que quedan libres, un poco de nostalgia por si la necesita. Demasiado equipaje, y muy pequeñas las ruedas para estas calles de tierra.

Seguramente se le trancará, y se arrepentirá de haber cargado con tanto.

Lo veo cortar su cabello como quien hace una poda radical de su vida, para empezar de nuevo con más fuerza.

Debe haber resultado eficaz el corte, hecho en luna creciente, porque lo veo crecer, agrandarse, madurar, equivocarse a veces, pero siempre buscando la manera de que las cosas queden bien.

Lo miro hablar de sus padres, de su tía, de sus hermanos y hermanas, de la vida en un pueblo chico, de un trabajo que ojalá pueda dejar.

Lo escucho hablar de pueblos de montaña, de playas entre acantilados, de planes de viajes, de desapegos, de nueva vida.

-Qué coño perdiste en Tanzania? - le preguntarán

-Que me he perdido a mi mismo! ¡¡¡Que eso es lo que estoy buscando, coño!!!- pensará él.

Pero se tragará la respuesta, para ser leal a sus creencias y respetuoso con los mayores

Lo veo asombrarse por la ineficiencia de algunos países, por las costumbres, las playas, la comida.

Lo escucho madrugar, salir a correr, ansioso.

Y después lo veo, también, sentado junto a un fuego. Filosofando, abriendo un poco, no mucho, su corazón. Pasando en limpio, poniendo en negro sobre blanco sus propósitos, para entregarlos al fuego.

También debe haber dado resultado ese ritual, hecho en luna llena, porque lo veo llegar con una mochila pequeña donde sólo hay lugar para sueños y proyectos. Que los miedos y añoranzas los mandó a casa porque ya no los iba a usar.

-Y a tomar por culo los que no estén de acuerdo!

Lo veo reírse, hablar de fútbol, beber cerveza, bromear, y parecerse a otro hijo.

Y así lo despido después, como se despide a un hijo.

Con un abrazo apretado, con la convicción de que no voy a volver a verlo; y con la esperanza de estar equivocado.

UN PAQUETE DE M Y M

 

Un bol de pastillitas de colores sobre la mesa amarilla, junto a una pequeña estatuilla de Buda, bajo la ventana que da al patio.

Un hambre atroz de escuchar historias, de oír palabras que hablan de sabiduría, de conocimientos antiguos y secretos.

Pero las conversaciones tienen vida propia, y toman caminos que parecen ser antojadizos e incoherentes.

Porque, ¿Qué tienen que ver un penal errado, una zambullida en Tailandia, un abrazo en el aeropuerto de Ginebra?

Nada en común tendrían, sino fuera por la existencia de un ser de mirada transparente y sonrisa franca, de manos abiertas y corazón sagrado.

Las pastillas de colores aguardan sobre la mersa, a que dos hombres casi viejos hablen de fútbol, de salud, de educación, de luz, de gente que cura con un gorro de capitán y una espada de madera.

Uno de los hombres llora mientras el otro cuenta del amor recibido, de prejuicios abofeteados y de señales certeras.

Y ahora es el otro el que llora, porque escucha historias de tetrapléjicos que curan, que bailan, que surfean, o hacen esquí acuático. Que sonríen y agradecen.

Y llora aún más cuando cree que ya no es posible, que ya no más emociones. Pero hay más.

Luego es momento de rituales, de silencios, de ojos cerrados y oraciones en japonés.

Las pastillitas, si pudieran ver, se sorprenderían sin dudas de ver esos dos hombres que ahora ríen, que ahora lloran, que ahora conversan de hijos, de renuncias, de accidentes, de potencialidades y de luz.

¿Por qué dicen que sus padres están ahí, con ellos?

¿Por qué lloran, abrazados?!Si los hombres no lloran!

¿Qué dicen sobre la energía suprema, y sobre sanar, ayudar, crecer y no sé qué?

¿Por qué mueven las manos como si fueran nubes? ¿Qué es ese brillo en sus miradas?

¿Por qué ríen ahora, en el momento de la prueba final?

¿Qué hacen un suizo y un uruguayo medio turco, en Brasil? ¿Quién los puso ahí? y ¿quién los juntó?

¿El Tai Chi? ¿El Reiki? ¿La casualidad? ¿Sus padres? ¿El destino?

¿O fueron esas pastillitas de colores?

Y ya es hora de los mantras: M &M…. M&M... M&M…. Mmmmm

ELLA Y EL EN LA PIZZERIA

 

 

Entraron y se sentaron en la mesa un instante antes que nosotros. Mientras decidíamos qué comer, empezamos a escucharlos.

Ella cumplía 70, dijo, y él un poco más.

Pidieron una pizza y una cerveza. Ella parecía saber qué marca le gustaba a él.

Él era amigo del hermano de ella. Pero no sabía mucho de su vida, de la vida de ella.

Ella le contaba cosas: de su infancia, de la relación con sus hermanos, con su mamá, de su forma de pensar y sentir, de la vida. Le confesaba miedos, esperanzas frustradas, sueños cumplidos.

Él tomaba cerveza y la escuchaba. Cada tanto decía algo, la miraba, y seguía escuchándola.

Yo me hice toda la historia: había muerto el hermano de ella, amigo de él. Y ellos se habían encontrado después de 45 años.

A ella, él le gustaba desde la secundaria. Pero estaba en otra clase y, además, era amigo de su hermano. Era inalcanzable para ella.

El tiempo pasó y cada cual hizo su vida. Nunca más se habían visto, o muy esporádicamente, hasta hoy, que falleció el amigo de él, hermano de ella y se encontraron en el velatorio.

Ella lo invitó a tomar algo, como para ponerse al día y compartir el dolor de la pérdida.

Ella le contó que había enviudado. Él le contó que después del divorcio, nunca más se había casado. Estaba sólo. Le gustaba leer, caminar. Ella prefería tejer. Y si, también caminar un poco

A los dos les gustaba el cine francés. Y ambos odiaban la tele. Ni siquiera tenían una.

Si tenían unas cuantas cosas en común, pensaron ambos.

Ella pagó la cuenta cuando terminaron la pizza. Él se hizo cargo de la propina.

Se fueron un rato antes que nosotros.

Yo no sé si todo esto es verdad, o sólo una película que me hice mientras esperaba en la pizzería.

Pero juraría que los vi tomarse de la mano mientras caminaban calle abajo, poniéndose al día después de 45 años.

 

EL ARMARIO DE LAS FOTOS

 

EL ARMARIO DE LAS FOTOS

 Yo no pertenecía a esa familia. Bueno, en apariencia. En realidad, sí pertenecía por derecho propio: me había casado con una de las hijas del matrimonio. La mayor, para ser más exactos.

 Pero un observador externo hubiera jurado que no, que yo no pertenecía.

La explicación es muy sencilla, y paso a darla a continuación. Como en toda casa de familia, sobre todo de aquellas que son numerosas, con muchos hijos, nietos, yernos y nueras, existía en la casa un aparador, armario, trinchante, o como quieran llamarle. En el mismo aparecían, sin un riguroso orden cronológico, pero aparecían, fotos de todos los miembros de la familia.

Allí estaban dos de sus hijos con sus parejas, el hijo de una de ellas, y el vientre albergando a otro de los nietos. Todos sonríen a la cámara, felices.

En otra, más a la derecha, aparece la madre de familia rodeada por sus hijos e hijas, a la sombra de un árbol emblemático del parque.

Hacia la otra punta, en un marco dorado, aparece la primera nieta con su esposo en algún lugar lejano de Europa.

Y más acá, o más allá, van apareciendo las dos hijas, los tres hijos, sus parejas, la nieta mayor, los nietos más pequeños, y hasta la mascota de la familia, un viejo labrador negro.

El único que no aparecía era yo. No existía. O por lo menos, no existía en el armario.

Ahora bien, entiendo que se preguntarán por qué. Yo también me lo pregunto. Yo no lo sabía ni lo entendía. Tenía una buena relación con mis suegros, con mis cuñados y cuñadas, me llevaba bien con todo el mundo. Tal vez fuera por mi apariencia física, por mis grandes orejas y mi aire desgarbado. Tal vez el motivo pudiera ser mi falta de título universitario, o algo así. Nunca lo supe, ni me molesté en preguntar.

Pero un buen día, de esos que marcan un punto de inflexión en la vida de las personas, un día signado por el destino, en fin, me propuse formar parte de la galería fotográfica de la familia. Haría lo que fuera necesario para lograrlo. Me lo merecía, y no iba a renunciar a ese derecho.

Entonces fue que empecé con mi viaje del héroe personal, mi propósito en la vida. Escribí un libro con historias familiares, aprendí a cocinar y a deshuesar un cordero, me convertí en un atento escuchador de anécdotas, mejoré mi técnica de lavado de vajilla y modifiqué mi forma de colgar la ropa.

Nada. Ni una foto carnet. Nada

Entonces empecé a prestarle libros a mi suegra, a elogiarle la comida, a ayudarla con la tecnología. Y a mi suegro le averiguaba todo lo que me pedía, le buscaba información, le pasaba enlaces, audios, mensajes, le festejaba todos los chistes… nada… Ni siquiera me respondía. Así que ni pensar en formar parte de la fototeca familiar.

Estaba realmente desesperado. Mi presencia en ese estante era algo en lo que me iba la vida. Si. Estaba obsesionado.

Entonces empecé a tramar la urdimbre que me llevaría finalmente a lograr tan preciado galardón.

El plan era simple, no podía fallar. Si bien no era el plan perfecto, yo había estudiado hasta el más mínimo detalle, sin dejar ninguno librado al azar.   

Los invitaría a cenar a casa, y yo personalmente me encargaría de todo. Ambientación oriental con cortinados, lámparas turcas, incienso, música árabe, y almohadones por doquier. De entrada, berenjena ahumada en paté y pan árabe. De segundo plato, haría con mis propias manos unos exquisitos lehmeyun, que a mis suegros les encantaba.  Todo regado con un vino turco que ya había visto para comprar por internet. De postre, un impresionante baklava y una copita de Raki.

Era un plan endemoniadamente perfecto. Si no los conquistaba con eso, me daría por vencido. De ahí, al salón familiar de la fama. Es decir, al mueble del living. Ya imaginaba mi foto, abrazado a su hija, mi esposa, inmortalizados en madera y vidrio.

El siguiente fin de semana puse inmediatamente manos a la obra: le dije a mi esposa que se fuera a pasar el día con los padres, que yo me encargaba de todo. Compré el vino y el raki en una tienda online y arreglé para que me lo entregaran el mismo día. Puse a leudar la masa para los lehmeyun, preparé las berenjenas, organicé todo, mientras seleccionaba mi mejor playlist de música turca. Aroma a incienso perfumaba el ambiente, mezclándose con la sutileza de la berenjena ahumada.

Quedó im pre sio nan te!!  Humildemente, parecía una escena del Gran Bazar. Era como entrar a la milenaria Constantinopla. Hasta una alfombra turca conseguí con mi prima. Me consagré. Lo iba a lograr. Estaba exultante, radiante, feliz.

Vestí mis mejores ropas, de lino blanco y me calcé unas sandalias rojas que había traído de mi último viaje, de esas que tienen la punta doblada hacia arriba, como las de Aladino. De hecho, yo parecía Aladino. Y partí raudo, veloz a la casa de mis suegros, a buscarlos para traerlos a cenar.

Lo que vi cuando entré a la casa no puedo explicarlo con palabras. Mi esposa me miraba con ojos enormes, mezcla de espanto, sorpresa e incredulidad, mientras intentaba esconder una caja de cartón de la que sobresalían algunos portarretratos.

 Mi suegra despachaba a dos muchachos venezolanos que se iban, felices, en un camión de mudanzas con un bulto enorme en la caja.

En el living, mi suegro. Con una sonrisa de oreja a oreja me miraba y señalaba la televisión de 50 pulgadas que brillaba, flamante y majestuosa, en el lugar que antes ocupaba el armario de las fotos.

miércoles, 28 de mayo de 2025

EL FLACO JUAN





EL FLACO JUAN



Juan no era solamente Juan, no. Era conocido en el pueblo como el Flaco Juan.

Querido por todos, se le veía pasar de aquí para allá en su bicicleta inglesa, con frenos de varilla y asiento de cuero. Una belleza de bicicleta.

Juan recorría el pueblo el día entero. Iba de la panadería al lavadero, de la fábrica de pastas al correo, de la verdulería a la farmacia, de la florería al almacén. A veces se daba una vuelta por el camping, al lado del arroyo. Se quedaba un rato mirando el agua y volvía a pedalear. Era lo suyo. Siempre con una sonrisa en la cara, siempre contento, pedaleando abrigado en invierno y transpirando en verano.

Tan feliz se le veía que un buen día Doña Carmen, la esposa de Don Antonio, el almacenero, le hizo una tentadora propuesta:

-Don Flaco-le dijo-Sabe que tenía una idea para contarle, a ver qué le parece. Ya que a usted le gusta tanto andar pa arriba y pa abajo en la bicicleta ¿por qué no aprovecha y se hace algún peso haciendo mandados?

-Ah! ¡Es buena esa! -reflexionó el Flaco Juan

Y así mismo fue. El Flaco empezó a ser el mandadero del pueblo. Le llevaba la ropa a lavar a Doña Tomasa, y después de lavada y planchada la entregaba a domicilio. Iba hasta el arroyo a levantar el pescado recién traído y se lo llevaba a Don Antonio, el del carrito. Y así se fue haciendo varios clientes, y las propinas se fueron acumulando en una lata de galletas. El Flaco Juan no tenía vicios, así que no era de gastar mucho tampoco.

Eso sí, lo que al Flaco Juan lo tenía loco era la Hondita 50 del maestro. La relojeaba todos los días, cada vez que pasaba por la puerta de la escuela. ¡Divina estaba! Inmaculada la tenía el maestro. El Flaco Juan penaba, porque al maestro le faltaba poco para jubilarse y decían que se iba a ir del pueblo. Iba a extrañar esa nave el Flaco.

Hasta que un día que el Flaco estaba mirándola, casi animándose a acariciarla, admirando el tapizado, las ruedas relucientes, sale el maestro a fumar un cigarro a la puerta.

-Cómo le va Don Juan? ¿Le gusta la máquina?

-Está divina, maestro. Se ve que usted la cuida, mismo.

-Se la vendo- dejó caer de golpe el maestro

El Flaco Juan casi se cae de espaldas. ¡¡La Hondita del maestro!! ¡¡Para él!! ¡Claro que la quería!

Allá salió metiendo pata en la bicicleta, rumbo al rancho. Bajó la lata de galletas de arriba del ropero, contó las monedas una a una, haciendo montoncitos, y le sumó los pocos billetes que también alguien mano abierta le había dado. Llegó a doscientos cincuenta y tres nuevos pesos.

Esa semana metió mandados a lo loco, para llegar por lo menos a los trescientos. No llegó, pero igual se animó a ofrecerle al maestro el contenido completo de la lata, con lata y todo.

El hombre aceptó, hicieron negocio, y Juan, el Flaco Juan salió a darse dique por el pueblo, contentazo.

La bicicleta, que no se había animado a vender porque era un recuerdo de su padre, quedó olvidada en el galpón. Más nunca la agarró.

Al poco tiempo cerró el negocio de mandadero, y se dedicó a llevar gente desde la terminal hasta donde fuera necesario. Se instaló en la otra vereda, frente a la terminal, con un cartel blanco con letras rojas: EL GORDO JUAN- TRASLADOS


sábado, 26 de abril de 2025

FACUNDO

 Facundo siempre odió el secundario. Los curas aburridos, los compañeros alcahuetes, las misas interminables, la catequesis, la vieja de matemáticas, la falta de luz de los salones, que parecían catacumbas, y sobre todo, las clases de latín.  No las soportaba.

 Por supuesto, no había podido elegir. De familia católica por ambos lados, aunque sus padres habían vivido en concubinato diez años antes de casarse, la presión social, sobre todo de los abuelos maternos,  y la tradición, hicieron que fuera toda la primaria y toda la secundaria al Colegio de los Padres Sanjuaninos. 

 Por eso decidió que ahora que terminaba el secundario y se recibía de bachiller, y por ende no iba a pisar nunca más ese colegio, se prometió dos cosas: no leer una puta palabra más en latín, y saltar en paracaídas, para celebrar. Era una de sus sueños. El otro era bucear con tiburones.

 Así fue que al día siguiente de la ceremonia se fue al aeródromo local, en las afueras de San Juan. 

Se calzó el paracaídas siguiendo las indicaciones del instructor, y subió a la avioneta. Era una Cessna C110, blanca, preciosa, con unas letras rojas que no tuvo tiempo de leer. Estaba ansioso y nervioso

Cuando estaban a 300 pies, se asomó a la puerta, sonrió y saltó.

-Para vos, Padre Miguel!!! - gritó 

 Alcanzó a ver, ahora si,  pintadas en el costado, las letras rojas: Memento Mori. Y una calavera.



domingo, 6 de abril de 2025

MI SUPERHEROE FAVORITO

 Cuando yo era chico, mi padre me había llevado a ver la película del Hombre Araña al Cine Casablanca, y recuerdo venir todo el camino de regreso a casa tirando telas de araña y preguntándole a papá cómo era eso de que una araña radioactiva podía cambiar tu ADN.

Pero esta historia empieza antes, mucho antes.

La casa en la que nací, en un pueblo del interior del Uruguay, era muy grande. Tenía un patio con aljibe,  y varios dormitorios, uno de los cuales funcionaba como consultorio de mi padre, que era ginecólogo.

 Mi familia pasó, dicen, la mejor parte de su rica historia en ese pueblo. Pero yo no me acuerdo de nada. Todo lo que cuento viene de escuchar a mis padres, y a mis hermanos. Parece que éramos bastante felices por esos tiempos.

Pero como todo cambia, y la vida es movimiento, nos fuimos a la capital. Mis hermanos y hermanas mayores tenían que estudiar, y a mi padre le habían ofrecido un importante cargo en la salud. Que nunca apareció, por cierto.

Llegamos en diciembre directo a la casa de mi abuelo paterno, en el barrio de Punta Carretas. En ese entonces era un barrio tranquilo, como tantos. Jugábamos a la pelota en la calle, gritando cada vez que pasaba un auto para tener cuidado. Los vecinos sacaban sus sillas plegables a la vereda, en las noches de calor, y siempre se arrimaba alguno a ponerse al tanto de las últimas novedades del barrio.

A mí me gustaba ver a mi padre sacar su silla a la vereda. Salía a tomar mate, o sacaba una mesita plegable con una picada de queso, fiambre, aceitunas, y castañas de cajú, que le encantaban.

Yo aprovechaba para sacar la bicicleta, o la pelota, y quedarme ahí en la vuelta, cerca de él. 

La casa de Punta Carretas era enorme también. Tenía tres dormitorios en hilera, un living comedor, un baño, una cocina, un patio con una parra, y al fondo otro dormitorio donde dormían mis hermanos mayores. El primer dormitorio, que daba a la calle, era el de mi abuelo Ruben.

El patio del fondo tenía una pared lindera, un muro angostito, del ancho de un ladrillo, por el que me gustaba caminar haciendo equilibrio y pasar para la azotea de los cuartos de adelante. Era peligroso. Por eso me gustaba. Saltaba de un muro a otro, con cuidado de no pisar las chapas. Me movía sigiloso y ágil, como el Hombre Araña. 

Y a la derecha de los dormitorios, pegado a la casa de Blanca, la vecina, había un pasillo. Era muy angosto, muy largo, y sobre todas las cosas, muy pero muy alto. Y allá arriba había un tragaluz, con unos vidrios que lo iluminaban.

Yo era chico, flaco y largo. Liviano. Tenía todas las condiciones. Entonces apoyaba los pies contra una pared, la espalda contra la pared de enfrente, e iba avanzando de a poquito. Un pasito, acomodaba la espalda. Otro pasito, y subía la espalda un poco más. Y así, de a poquito, cuando quería acordar estaba allá arriba, con la espalda apoyada en una pared, los pies en la otra, la cabeza tocando el vidrio de la claraboya, y mirando el mundo desde seis  metros de altura. Y ahí me quedaba. Ratos largos me quedaba. 

Por allá abajo pasaba la vida de los otros. Mis hermanas yendo y  viniendo del liceo, mis hermanos mayores rumbo a su fortaleza del cuarto del fondo, mi madre rezongando o atareada con las cosas de la casa, mi abuelo con su andar cansado, las conversaciones de la calle, doña Esther lavando los pisos, todo pasaba por allá abajo. Esperaba, sobre todo, ver a mi padre llegando de trabajar cansado de traer niños a este mundo. Llegaba cansado, arrastrando los pies, callado como una sombra, pensando en quién sabe qué. Y yo allá arriba, en silencio. Sólo mirando, de lejos, sin involucrarme. Horas pasaba, o eso me parecía a mí.

Cuando me empezaban a temblar las piernas, o se me empezaban a dormir por el esfuerzo, bajaba despacio. Todo estaba bajo control. Nadie más podía subir a mi escondite secreto. 

Mi vieja, rezongando, me decía que me bajara.

-Que no te vaya a ver tu padre!! decía.

Yo no le hacía caso, y trepaba igual.

Hasta que un día mi viejo llegó de trabajar, miró para arriba y me vio...

Todo pasó rapidísimo. Él me hizo así con los dedos y me tiró un rayo laser. Yo lo esquivé, le hice así con las dos manos y le tiré una telaraña. Pero le erré, y él se alejó sonriendo. Me di cuenta que iba a tener que seguir practicando

Y juro, hasta hoy, que si hubiera practicado un poco más, hubiera logrado ser como él.

Como el Hombre Araña no, como mi viejo. 

Él sí que tenía superpoderes.

domingo, 23 de marzo de 2025

LEGADO



Se trata de dejar algo. De eso se trata. 
Sé que el Universo no sería el mismo si yo no existiera. Sé, también, que no soy más importante que la casi infinita cantidad de partes que lo componen, pero no sería el mismo. Sin duda. Capaz que sería mejor, o peor, pero no el mismo.
Faltaría una infinitésima parte. Por eso soy importante, porque soy parte de algo más grande. No puedo faltar. El universo me necesita para estar completo.
Mis hijos me necesitan, aunque sea para tener una referencia. Para bien, y para mal.
Mis plantas me necesitan, para que las riegue y las pode.
Me necesita mi gata, para que la alimente, le dé agua, y muy de vez en cuando le haga una caricia. 
Mi esposa, para amarme, también.
Por eso sigo en la vuelta. Para dejar algo cuando me vaya. Mis lentes, la ilusión de haber sido un buen padre, o por lo menos un buen tipo, un par de libros, y unas cuantas plantas.
Me gustaría, cuando me vaya, que me recuerden así. Como un buen tipo, triste pero bueno. Y no sólo como un tipo con bastón.

martes, 4 de marzo de 2025

MANU

 

MANU

                                                                               J. EDUARDO PERERA

Te llamo, pero no me escuchas

No quieres hacerlo; tienes miedo

La verdad duele, a veces

Pero es que no es una; si no muchas.

Precisamos certezas, a veces

Otras, precisamos héroes,

Que nos salven, nos protejan

Es que duele, y da miedo.

Y grito, y no me oyes,

Y llamo, y no vienes,

Y yo estoy atrapado en una telaraña de pesadillas.

Y no logro despertar, ni despertarte.

Y es que no estoy dormido

Ambos lo estamos, y duele.

¿Y si me despierto, y estiro la mano?

¿Y te tomo del brazo y te siento a mi lado?

Y hablamos…

Y el pasado vuelve, y lo miramos.

Le damos luz, para verlo juntos.

Y ya no duele, o por lo menos no duele tanto, que ya es algo.

Si. Eso haré. Me voy a despertar y tomarte del brazo, y caminaremos juntos.

Como antes, como siempre

sábado, 22 de febrero de 2025

LAS CALLES DE MI BARRIO

LAS CALLES DE MI BARRIO

                                                                          JULIO PERERA LÓPEZ

 

Las calles de mi barrio son como aquellas calles de mi infancia: de tierra, polvorientas, bordeadas de eucaliptus y con las cunetas llenas de ranas, que se lamentan en las noches de verano. Los autos levantan una polvareda espesa y las viejas tosen y protestan, como en mi infancia. 

Son como esas calles de balneario en verano, cuando las chicharras aturden con su canto a la hora de la siesta; aquella hora en que los grandes duermen y los niños tienen prohibido hacer ruido. Por eso a veces nos escapábamos y nos íbamos al monte, a cazar loras, o a fabricar una casita en el árbol. ¨Pero eran cosas prohibidas, porque la hora de la siesta es la hora de leer novelas de cowboys, o cuentos infantiles de Hans Christian Andersen. Que ya habrá hora de vivir vidas de adultos, con sus siestas y sus cosas de grandes.

Las calles de mi barrio son silenciosas, con algún perro suelto que ladra aburrido, por costumbre. Alcanza con estirar la mano y se acercan moviendo la cola, mendigando un mimo, una caricia, un hueso. No son peligrosos, pero ellos no lo saben.

Pasan niños con pelotas, rumbo a la playa, seguidos por abuelos con sillas y sombrillas, y abuelas con canastas con algo para la merienda. Porque los niños se aburren, y algo hay que darles de comer.

A veces pasa alguna pareja, con algún cochecito. Y a veces, también, algún ruidoso camión levantando polvareda. Y ahora soy yo el que se queja, porque la tierra se mete en los ojos, en los vidrios, en el alma. Y me hace lagrimear, y no sé si lloro por la tierra, o por el alma.

Porque, qué lindas eran las calles de mi infancia, que se parecen a éstas, pero no lo son. Estas son las calles de mi yo de ahora, que ya no es niño, ni lee novelas, ni trepa a los árboles a la hora de la siesta.

En verano los locales no vamos a la playa, invadida por niños escandalosos, adolescentes en grupos ruidosos, parejas de veteranos caminando por la orilla del agua.

Los de acá vamos después a la playa, cuando acaban las vacaciones y la invasión de turistas da paso al plácido otoño con su tímido sol. Ahí sí, los que nos sentimos dueños de la sensación de vivir cerca del agua, podemos dar rienda suelta a nuestra manía de mirarla callados, pensando en cosas importantes, de grandes.

Y todos los años vuelve el invierno a mi barrio, sin faltar ni siquiera una vez. Se instala como de bandido, sin avisar, de a poquito, como para que no nos demos cuenta.

Los árboles van perdiendo sus hojas, los veraneantes empiezan a ser visitantes de fin de semana, ya no se ven sillas de playa en las puertas, en los jardines... y de a poquito, como quien no quiere la cosa, se empiezan a ver los humos de las chimeneas subiendo serpenteantes al cielo. Y uno empieza a imaginar las estufas con los sillones al lado, los hongos asándose despacio, la calderita tropera con el agua para el mate, las tortafritas de la abuela.

Las conversaciones a veces, los silencios en otras, las soledades, las lecturas, la época de mirar para adentro. 

Sólo de vez en cuando pasa algún vecino en bicicleta, tapado hasta la cabeza, volviendo de los obligados mandados al almacén más cercano. Ya ni los perros ladran, sino que duermen frente a la estufa, soñando con jugosos churrascos.

Y algunos miramos por la ventana, viendo caer el agua por los bordes del techo de chapa, y por el borde de los ojos, escuchando la lluvia, imaginando que lindo sería que siempre, siempre fuera verano. Y que siempre, siempre, uno pudiera seguir caminando, juntando piedritas, por las calles de su infancia. 

 


lunes, 10 de febrero de 2025

MI CAJITA MUSICAL

 MI CAJITA MUSICAL

En mi cajita de música entran

Dolores

Rechazos

Miserias

Fatalidades

Soledades

Lágrimas

Silencios

En mi cajita de música entran

Dolorosos

Recuerdos

Misteriosos

Fantasmas

Solitarios

Ladrones

Sigilosos